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Durante los siguientes tres meses, Justo no pasó una sola noche sin despertarse bañado en sudor a la mitad de la madrugada. Andrés estaba constantemente en sus pensamientos, ya fuera con angustia y genuina preocupación por su bienestar o con un amargo dolor y desprecio.

¿Por qué se había quedado con él después del experimento, si al final iba a abandonarlo así, sin más, sin despedirse siquiera?

Justo era un hombre muy egoísta y no se daba cuenta que había sido él quien había obligado a Andrés a huir, coartando su libertad y privándolo de la posibilidad de ser alguien, de tener una vida normal. Porque, en su mente, él lo hacía todo bien. Así como Andrés al conocerlo, él también asumió que le debía todo: su devoción, su fidelidad y su vida entera. Porque lo tenía atendido, vestido y alimentado, cómodo dentro de aquella celda-habitación, sin ponerse en sus zapatos ni darse cuenta que no era un paciente más, sino un prisionero. Un conejillo de indias.

Pasaba horas contemplando el expediente de Andrés, el mismo que él había leído la noche que escapó, con su mente corriendo a mil revoluciones por minuto, intentando encontrar alguna respuesta que lo hiciera sentirse mejor consigo mismo... o que, al menos, no lo hiciera sentirse culpable. Porque, en su mente, él lo hacía todo bien. Él no podía tener la culpa; él no podía ser el villano de esta historia. Se rehusaba a serlo.

Todo el tiempo que no pasaba atormentándose con el recuerdo de Andrés, a quien él juró amar y proteger toda la vida, Justo lo gastaba quemándose las pestañas frente a sus libros y microscopios. Cada día que pasaba se sentía como una década más sobre sus hombros. El dolor punzante en su espalda y articulaciones era ya una constante, y los temblores ―que él se negaba a llamar por su nombre― se habían vuelto incontrolables. Pero él también era un prisionero, a su manera, de Éther Beauty y de Jasper. El contrato que había firmado con ellos lo ataba más que sus propias promesas, todas ellas rotas tiempo atrás.

Justo había prácticamente rogado que le permitieran ir en búsqueda de Andrés junto con los comandos que Éther había comisionado, pero no se lo permitieron. Había coincidido con ellos una vez, en una reunión con Jasper un par de días después de reportar su desaparición, y el simple hecho de verlos le había helado la sangre. Justo no tenía conocimiento alguno sobre el mundo del espionaje industrial y las corporaciones, pero aquellos hombres y mujeres parecían soldados listos para ir a la guerra: trajes de combate negros, botas de piel, armados con rifles de alto calibre.

Y, sin embargo, eso era exactamente lo que eran: soldados entrenados especialmente para pelear una guerra, la más sucia de todas ―y la que más influenciaba el curso de la humanidad en ese entonces. La guerra del dinero; la guerra de las corporaciones.

Incluso para un hombre como Justo, que había vivido tanto y sabía aún más, aquello era algo reservado para el mundo de la ficción, imposible de transpolar a su mundo tangible. Y a pesar de que la realidad de Justo distaba de ser normal, él había dejado de ser consciente de ello, para no sentirse abrumado y así poder seguir viviendo. Tenía que hacerlo, pues de lo contrario, el simple hecho de ser el descubridor ―accidental― de la "eterna juventud" bastaría para volverlo loco. Se trataba del descubrimiento científico más importante de la era moderna, y sólo aquellos dentro de aquel laboratorio y la junta directiva de Éther Beauty lo sabían. Era imposible no preguntarse cuántos otros avances científicos y tecnológicos trascendentales se mantenían tras puertas cerradas en favor de los intereses de algunos pocos.

Sin embargo, y dejando de lado las monumentales implicaciones de aquel descubrimiento, todo se reducía a Andrés. Sin él no había nada, y tenían que encontrarlo. Tanto Jasper como Justo lo necesitaban, aunque por motivos muy distintos, unidos solamente por la ambición.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora