II

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Tras caminar por horas en la carretera, sintiendo el sol penetrando cada uno de sus poros y su visión tornándose cada vez más borrosa, unas gruesas nubes de tormenta se apoderaron repentinamente del cielo, y la noche cayó sobre el exhausto cuerpo de Andrés.

Esperaba que lloviera para poder abrir la boca y que el agua calmara el escozor de sus resecos labios, pero la tormenta que se avecinaba cambió de dirección. El camino se oscureció por completo, dejándolo inmerso en las tinieblas. Sólo las luces de unos pocos autos que pasaban cada cierto tiempo alumbraban el desolador paraje en el que se encontraba. Sus párpados, hinchados de tanto llorar, le pesaban como ladrillos, al igual que sus extremidades.

Sin desearlo, pero incapaz de resistirse, Andrés colapsó junto a unos matorrales secos. La aspereza de la tierra hacía que su piel quemada ardiera con intensidad, pero su cansancio era más fuerte que el dolor. Andrés colocó su cabeza entre el cuenco de sus manos y, aunque la incertidumbre de lo que haría después lo abrumaba, se sumergió en un sueño profundo y negro, parecido al que induce la anestesia.

De pronto, varias horas después, un dolor agudo y penetrante le arrebató el estupor y lo arrojó violentamente de vuelta a la realidad. Andrés se levantó y gritó, sintiendo un peso extraño en un costado de su pierna. Sus gritos se convirtieron en aullidos de horror al ver una serpiente de cascabel adherida a su piel, emitiendo un siseo aterrador.

Andrés tomó a la serpiente de la cola y la jaló con todas sus fuerzas, aún a pesar del dolor insoportable que sintió cuando sus colmillos desgarraron su pierna al desprenderse. Luego, con esa misma pierna aplastó la cabeza del reptil y escuchó su cráneo quebrarse bajo su pie.

Un rayo iluminó el cielo gris del alba, y tras el ensordecedor rugido del trueno que cayó después, todo quedó en silencio.

Segundos más tarde, el ritmo cardiaco de Andrés comenzó a acelerarse; lo escuchaba claramente, como si tuviera un tambor estruendoso atrapado en las paredes de sus oídos. Un pánico indescriptible se apoderó de él, haciendo incluso que el ardor intolerable que carcomía toda su pierna quedara en segundo plano.

Cojeando y con el rostro desencajado, Andrés caminó hasta el asfalto de la carretera y agitó los brazos con desesperación. El primer auto que logró divisarlo, un sedán gris y destartalado, tuvo que virar violentamente para no golpearlo, y el sonido de su bocina se perdió junto con él en la distancia. Pasaron así otros dos autos, que aceleraban y, casi temerosos, se cambiaban de carril para esquivarlo. Y no era para menos: con las ropas desgarradas, cubierto de tierra y una pierna escurriendo de sangre, Andrés parecía más un muerto que acababa de salir de su tumba.

Sin embargo, un camión de carga que iba a gran velocidad por la carretera comenzó a desacelerar tan pronto lo vio. Sus llantas patinaron contra el pavimento y sus frenos rechinaron, pero finalmente logró detenerse a un costado de la carretera, sobre la grava del camino.

Andrés sentía que su garganta se cerraba lentamente, y lo último que pudo ver antes de perder el conocimiento fue a un hombre muy alto y fornido descender de aquel camión. No alcanzó a escuchar su gruesa voz mientras le preguntaba:

―¡Oye! Oye, ¿estás bien? ¿Qué te pasó?

Lo que sí pudo sentir fueron sus grandes brazos alzándolo del suelo y depositándolo suavemente en el asiento del pasajero, tras lo cual el camión retomó la marcha y se desvió en la siguiente salida, de camino al pueblo más cercano.

La lluvia que parecía haber evitado a Andrés durante toda la noche anterior se precipitó con fuerza brutal sobre el poblado de Río Frío de Juárez. El camión de quien había rescatado a Andrés se abrió paso entre las calles polvorientas y grises de aquella diminuta ciudad, hasta toparse con una precaria clínica casi en el centro de la misma.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora