XXI

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Cuando el experimento terminó, aparentemente no había pasado nada. Al día siguiente, tomaron muestras celulares de Andrés y tampoco encontraron nada. Lo que Justo esperaba era que, al analizar los resultados, hallaría solamente genes en buen estado, lo cual indicaría el éxito de aquella prueba, y así podría comenzar con la siguiente etapa del proceso: el desarrollo de la terapia.

Pero como todo cambio trascendental, que si bien puede hacer tanto ruido o emitir tanta luz como una explosión atómica, éste también puede ocurrir discretamente, como los susurros en un callejón que desembocan en una revolución. Y envuelto en aquel silencio enmascarado fue como ocurrió el cambio en Andrés.

El virus injertado en su ADN mutó al contacto, alterándolo y dañando otros genes de manera imperceptible, tanto para la vista como para los instrumentos científicos de la época. Esta mutación derivó en que los genes de Andrés dejaran de desarrollarse, y con ello, que todo su cuerpo retrocediera su envejecimiento. La palabra clave, en este caso, es retroceder. Porque Andrés seguía envejeciendo, pero diez veces más lento que el resto de los seres humanos. Y debido a que ya se encontraba casi en la etapa cumbre de su desarrollo, previa al deterioro celular, la detención de este proceso no detonó otros problemas.

Simple y sencillamente, Andrés había mutado, pero Justo no fue capaz de darse cuenta de ello. Asumió que había fracasado. Se derrumbó en los brazos de su amado y lloró desconsoladamente durante horas, días, semanas y meses. Lo había perdido todo: el respeto de la comunidad científica –que varias décadas le había costado ganarse–, su posición en el comité superior del Departamento de Investigación Biomédica, el respaldo de sus colegas más cercanos, y la oportunidad de dejar su huella en la historia de la medicina. Ésta última, sin embargo, la tenía ya asegurada, aunque no de la forma en que lo hubiera esperado. Porque las cosas casi nunca suelen ocurrir como uno espera.

Andrés, por su parte, atravesaba por un momento muy particular: un híbrido entre la iluminación y la derrota; entre la certeza y la negación. Estaba a un paso hacia delante de liberarse de esas cadenas de autodesprecio y desconfianza que él mismo había cerrado en torno a sus muñecas... pero también estaba a un paso hacia atrás de dejarse caer al abismo, de hundirse en la desesperación y ahogarse en la impotencia. Andrés, ya fuera por voluntad propia o no, decidió retroceder.

No sólo se sentía más perdido que en cualquier momento de su vida, sino que ahora cargaba con la culpa de que el experimento hubiera fracasado ("no sirvo ni para conejillo de indias") y la destrozada integridad de Justo ("si me voy en este momento lo estaría matando; sería más humano ponerle un arma en la frente y tirar del gatillo"). Y por eso se quedó. Y se odió a sí mismo, porque ahora se sentía más atado a Justo que nunca, y porque sabía que nunca sería capaz de tomar las riendas de su vida, ni siquiera para ponerle fin. Se imaginó como una marioneta, trastabillando en un escenario con hilos negros atados a sus extremidades, mientras ojos y sonrisas macabras lo observaban desde la distancia, envueltos en las sombras. Pero en ese momento ni siquiera le cruzó por la mente la idea de que aquella visión resultaría ser más profética que el sueño que tuvo con Santiago la noche anterior al experimento.

[...]

Justo salió del baño y entró en la habitación pensando en un millón de cosas. El regusto salado de las lágrimas seguía en su boca, y se negaba a marcharse. El cabello llevaba meses cayéndosele a montones: cada que pasaba las manos por su cabeza encontraba más mechones, y ahora casi ninguno de ellos era rubio. Esa noche había vuelto a soñar con el bebé ensangrentado, sin piel ni uñas ni párpados, que lo observaba fijamente desde el interior de una cuna negra. Sólo que esa vez el niño no lloraba; parecía estar en calma, pero su mirada era inescrutable. ¿Qué era lo que veía en esos ojos blancos? ¿Enojo, frustración, vergüenza? ¿No parecía más bien que lo estaba juzgando?

Se introdujo en la cama temblando. También notó que los temblores habían aumentado, pero se engañó a sí mismo diciéndose que era porque seguía agitado por la pesadilla. Andrés se había despertado al escucharlo gritar, resignado a que aquella sería otra de esas noches. Se enderezó en la cabecera de la cama y colocó una mano sobre el hombro de Justo.

–¿Todo bien? –preguntó, como tantas veces lo había hecho. Justo tardó en contestar.

–No realmente –dijo al fin–. ¿Todavía tienes cigarros?

–Tú no fumas –dijo Andrés, ladeando la cabeza.

–A ti parece funcionarte.

"Eso es porque es la forma más pasiva que he encontrado de matarme", pensó Andrés. "Pero quizás eso es lo que buscas también".

–Ven, vamos.

Ambos se pusieron las batas y bajaron al jardín. La fuente de piedra estaba llena de musgo y moho, tan entrelazados para entonces que era imposible distinguir uno del otro. El pasto había crecido tanto que amenazaba con tragarse las paredes, y Justo llevaba más de un año diciendo que buscaría alguien que lo podara. Esa noche no había estrellas en el cielo; hacía poco que las fábricas de Monterrey las habían ocultado, pero parecía que el mundo prefería producir automóviles a contemplar los astros.

Andrés sacó su cigarrera y su encendedor. Prendió un tabaco y se lo pasó a Justo, quien ya estaba demasiado viejo para toser al probarlo por primera vez. Luego, encendió el suyo. La flama iluminó por un instante su rostro, y Justo entrecerró los ojos mientras exhalaba el humo por la nariz.

"No tiene una sola arruga, ni bolsas bajo los ojos. No hay ni una sola cana en su cabello. ¿Por qué se sigue viendo así?"

–¿Pasa algo? –preguntó Andrés, arqueando una ceja. Justo negó con la cabeza–. ¿Te gustó? –inquirió entonces, señalando el cigarrillo con la barbilla.

–No mucho –respondió Justo con voz ronca–. No le veo lo interesante.

Andrés resopló irónicamente.

–Nadie lo hace a la primera. Me imagino que Désirée dijo lo mismo cuando empezó a fumar, y mira cómo acabó.

–Cierto –dijo Justo, alzando las cejas–. Creo que el funeral es mañana. ¿O era hoy?

–¿No te invitaron? –preguntó Andrés, ahuyentando el humo de su rostro de un manotazo.

–Por supuesto que no –soltó Justo agriamente–. Hace mucho que ya no me invitan a sus fiestas.

Andrés se estremeció visiblemente.

–¿Para el comité esto es una fiesta?

Justo se encogió de hombros.

–Públicamente, van a llorar y a erigirle una estatua en la entrada del hospital. Pero a puertas cerradas, van a celebrar y a empezar la competencia por ver quién se queda con la plaza.

–¿Y no te alegra el hecho de que ya no te inviten? –pensó Andrés en voz alta.

Justo sintió que sus entrañas daban un vuelco y cerró los ojos inconscientemente.

–Podría haber sido yo, ¿sabes? –dijo en un susurro. Andrés puso los ojos en blanco.

–Esa perra hubiera resucitado antes que permitirlo.

En ese momento, Justo soltó una carcajada, la primera en... ¿cuánto tiempo? Ya no lo sabía. Andrés permanecía impasible, pero lo había notado.

–Gracias –dijo Justo, tirando el cigarro a medio terminar en el piso y aplastándolo con la suela de su sandalia.

–¿Por?

–Por hacerme reír –suspiró, acercándose lentamente a Andrés.

Él no tiró su cigarrillo. Dejó que Justo acortara la distancia entre ellos y lo tomara de la barbilla con una mano y de la cintura con la otra. Lo besó, y Andrés le devolvió el beso, con mordida y todo. Definitivamente era una de esas noches, una de las últimas. Justo estaba maravillado por lo suaves que seguían sintiéndose sus labios, y no dejaba de preguntarse cómo era posible.

Pasaron todavía algunos años antes de que se diera cuenta que Andrés había "dejado de envejecer", y algunos años más antes de que lo asociara con el experimento que él había tachado de fallido. Pero no pasó mucho tiempo para que se diera cuenta que podía beneficiarse de ello.

Y cuando lo hizo, sus manos volvieron a temblar, sólo que de emoción.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora