XXVI

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Andrés aún recordaba la última vez que había besado a Justo.

Fue antes de que dejara de tener un hogar y se convirtiera en su prisionero. Aunque, a decir verdad, desde la primera vez que Andrés entró en su entonces diminuto departamento de una sola habitación en una de las zonas más marginales de Monterrey, sin saberlo había sellado su destino. Se había puesto voluntariamente la soga al cuello, sin sospechar que tarde o temprano terminaría por asfixiarlo. Es irónico cómo podemos cometer errores irreparables y no darnos cuenta sino hasta muchos años después, mientras que los errores insignificantes son los primeros que notamos.

El día del último beso Andrés ya era prisionero de Justo, pero varias cosas eran diferentes. Para empezar, en aquel entonces Justo aún lo quería de verdad. Aún no se había olvidado por completo del juramento hipocrático y seguía llorando sus fracasos, pero éstos no lo habían consumido ni lo habían vuelto cínico y egoísta. Todavía buscaba dejar su huella en el mundo, no movido por la ambición sino por el más puro deseo de hacer el bien. Había perdido el rumbo, pero no tanto como para no poder encontrar el camino de vuelta.

Sin embargo, la diferencia esencial entre el presente y el pasado, era que en aquel entonces Andrés aún no sabía que estaba aprisionado. El rostro desencajado de Justo tras despertar de otra pesadilla lo ataba aún más a él que cualquier par de grilletes o cadenas. La agonía de escucharlo llorar cuando se encerraba en el baño por horas lo retenía más que cualquier puerta cerrada. ¿Cómo alejarse de alguien cuando ha depositado su vida entera sobre tus hombros?

Aunque la idea de escabullirse en medio de la noche para nunca regresar no abandonaba del todo su cabeza, Andrés jamás lograba armarse de valor para hacerlo. Porque la culpa de lo que Justo pudiera hacerse a sí mismo si él se marchaba pesaba como una tonelada de ladrillos, y porque estaba seguro que, de hacerlo, terminaría de nuevo como uno más de los olvidados, reviviendo aquella infancia con hambre y sin hogar. La incertidumbre que acarreaba el empezar de cero y las dudas que albergaba sobre sí mismo conformaban el candado de su prisión mental. Alphonse Karr lo dijo una vez: "consideramos la incertidumbre como el peor de todos los males hasta que la realidad nos demuestra lo contrario".

Andrés despertó esa mañana de 2004, diez largos años después del experimento, y lo primero que notó fue que Justo no estaba en la cama junto a él. Lo encontró en la sala del piso de abajo, hojeando distraídamente un periódico que retrataba los horrores del tsunami que acababa de devastar Indonesia.

―Buenos días ―dijo Andrés, frotándose los ojos con el dorso de las manos.

―Buenos días, cariño ―dijo Justo a su vez, tras lo cual señaló la taza de café humeante que descansaba sobre la mesa―. ¿Quieres?

―Gracias, voy a servirme ―dijo Andrés, pero Justo se levantó y lo detuvo de los hombros.

―Yo voy ―dijo, sonriendo―. Tú siéntate.

Era obvio para ambos, cada que se miraban de frente, que algo no estaba bien. O bien la depresión estaba consumiendo a Justo y haciéndolo envejecer a un ritmo muy acelerado, o Andrés había nacido con la piel más tersa y el cabello con más melanina de todo el mundo. Y aunque lo primero parecía ser lo más probable, Andrés ya no se sentía cómodo al verse en el espejo. Se pasaba las mañanas inspeccionando su cabello, tratando de encontrar al menos una cana, por muy pequeña que fuera. Recorría incrédulamente su abdomen y sus piernas con las manos, incapaz de explicarse por qué todo seguía "en su lugar" cuando ya estaba por llegar a los cuarenta.

Durante los primeros años era agradable, algo de lo que incluso podía sentirse orgulloso; un perfecto combustible para el ego. Muchas personas ni siquiera lo hubieran cuestionado, y Justo hasta lo comparaba con esas actrices y cantantes que aparentan tener diez o veinte años menos de los que realmente tienen. Pero Andrés sabía que él nunca había utilizado Botox ni maquillaje para esconder sus arrugas o manchas en la piel, porque nunca las había tenido. El problema no era que casi no se notara su edad, sino que, simple y sencillamente, su apariencia no cambiaba en absoluto. Había pasado de ser halagador a extraño, y de extraño a inquietante.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora