XVIII

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–¿Qué piensas? –preguntó Justo al aire, pero hablaba con Andrés.

Andrés estaba recostado a su lado, cautelosamente silencioso, esperando que Justo pensara que dormía. No había funcionado.

–Nada –dijo él, revolviéndose entre las sábanas­–. No tengo sueño.

–Yo tampoco –suspiró Justo, enderezándose y encendiendo una lámpara que estaba junto a él.

–Deberías descansar. Mañana es un día importante.

La lámpara que reposaba sobre la mesa de noche alumbraba muy poco, casi como una vela. Su luz ambarina apenas coloreaba el semblante de Justo, demacrado y ojeroso. Llevaba varias noches sin dormir.

–Estoy nervioso –dijo él, con un hilo de voz–. Tengo miedo.

Andrés, sin embargo, estaba tranquilo, quizás más de lo que debería. La razón por la que no dormía era porque siempre tenía pesadillas. Eventualmente el cansancio lo vencía, y se sumergía en un negro estupor que duraba hasta que sonara el despertador a la mañana siguiente, pero aún era temprano.

–No deberías –susurró Andrés, girándose para encarar a Justo–. Todo va a salir bien.

Justo esbozó una sonrisa socarrona.

–Si te mostrara las cartas que he recibido esta semana... –Andrés arqueó una ceja–. Parece que sólo yo quiero que esto funcione.

–Yo también lo quiero.

Aquello pareció aliviar un poco al doctor. Las canas en su cabello se habían duplicado durante los últimos seis meses. Justo volteó a ver a Andrés, y a pesar de haberlo hecho innumerables veces, siempre encontraba algo nuevo en aquel rostro perfecto que adoraba contemplar: un lunar que no había notado antes, o una nueva peca alrededor de su nariz.

Y entonces, en su mente apareció ese mismo rostro, tan bello como siempre, pero pálido como la nieve, con los labios azulados y los ojos cerrados, dentro de un ataúd que lentamente iba descendiendo hacia la oscuridad. Justo sintió una punzada de dolor en el pecho y en la frente. Tras un fugaz parpadeo, aquella imagen había desaparecido. Frente a él estaba Andrés, con esos ojos perpetuamente tristes, y esa mirada que nunca había logrado descifrar.

–Aún estamos a tiempo para detenerlo. Sabes que no tienes que hacer esto –dijo Justo, casi susurrando.

Andrés pensó muchas cosas que decir en ese momento, pero decidió girarse de espaldas a Justo y enterrar el rostro en la almohada.

–Lo siento –suspiró él. Acto seguido apagó la lámpara y se acostó, también dándole la espalda a Andrés, pero no durmió ni un minuto en toda la noche.

En contraste, Andrés se quedó dormido casi de inmediato. Y esa vez tuvo un sueño en vez de una pesadilla. Se encontraba en una recámara distinta, una que nunca había visto, de paredes blancas y muebles rústicos de madera. La luz de la mañana entraba por un ventanal a su costado derecho, iluminando una mesita lateral en la que reposaba una taza de barro humeante. Andrés se levantaba de la cama y le daba un sorbo. No podía saborear nada en aquel estado onírico, pero sabía que era café y que estaba delicioso.

Andrés miraba entonces por la ventana hacia el exterior, y frente a él había un hermoso jardín repleto de rosas y pasto verde. Aún a esa distancia, podía distinguir perfectamente la forma de cada gota de rocío sobre las hojas. Al fondo había una plataforma ligeramente elevada de concreto, en la cual había un asador rojo que humeaba igual que su taza de café. Y frente al asador estaba Santiago.

Para el Andrés del sueño, aquello era lo más natural del mundo. Era domingo, y los padres de Santiago llegarían pronto, junto con su hermano Jorge, que había ido de visita esa semana con su esposa Kelly. De pronto, Andrés ya no estaba en la recámara, sino a un lado de Santiago en el jardín, pasándole un trozo de cartón para que avivara las llamas del asador.

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