IX

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Después de un par de horas de un sueño negro y profundo, Andrés despertó en una habitación de paredes blancas y piso de azulejos. El fuerte contraste entre su estupor y la realidad hizo que sus ojos tardaran bastante tiempo en acostumbrarse a la luz. Cuando por fin logró divisar lo que estaba a su alrededor, vio a un hombre de mediana edad, cabello opaco y barba canosa, de pie junto a su cama. Traía una bata blanca y un estetoscopio colgando del cuello, y observaba con detenimiento unas placas de rayos equis contra la lámpara del techo. Sus rasgos rectos le daban un aspecto un tanto severo, en el cual sus ojos azules desentonaban hasta cierto punto.

Andrés lo miró de reojo durante unos segundos, pero bajó la vista en cuanto el hombre giró la cabeza y lo encaró de frente. Andrés no lo vio sonreír, ni alcanzó a percibir el gran alivio que reflejaba su mirada. El hombre se acercó a él y colocó su mano suavemente sobre el hombro del muchacho. Andrés sintió un escalofrío, pero no dijo nada.

―¿Te encuentras bien, muchacho? ―le preguntó el doctor con una voz grave pero cálida―. Mi nombre es Justo. ¿Cuál es el tuyo?

―Soy Andrés ―respondió él. La garganta le dolía por haber gritado tanto.

―No traías ninguna identificación ni nada cuando llegaste. Estabas en estado de shock y tuvimos que sedarte para que no te hicieras más daño. ¿Recuerdas algo de lo que pasó antes de que vinieras hacia acá? ¿Tuviste un accidente?

Sin embargo, Andrés ya había dejado de escuchar a Justo y ahora se sentía invadido por los recuerdos. Como nubes de tormenta cerniéndose sobre su cabeza, las espantosas imágenes de aquel día inundaron cada rincón de su mente, haciéndolo temblar y estremecerse. Cada inhalación era una agonía, pues el enorme vacío en su pecho se sentía como una herida abierta, sangrante y en carne viva. Las lágrimas comenzaron a emanar de sus ojos inmediatamente, como un reflejo.

Justo no sabía qué hacer ahora. Ver a Andrés llorar le resultaba casi insoportable, pues él lo veía exactamente como lo que era: un niño que había tenido que crecer antes de tiempo, pero que ahora estaba asustado y no tenía las fuerzas suficientes para lidiar con lo que fuera que le hubiese ocurrido. Solo, acorralado, sin nadie que simplemente lo abrazara y le hiciera sentir que todo iba a estar bien.

Así que eso fue lo que hizo. Lo abrazó con fuerza, como si tratara de mantener unidas las partes de él que se habían roto. Pero Justo no sabía que Andrés había cerrado los ojos e imaginaba que eran los fuertes brazos de Santiago los que lo sujetaban, buscando aspirar su aroma sin conseguirlo.

En ese momento, decidió que no le diría a nadie lo que le había pasado. Que guardaría a Santiago y su recuerdo, junto con el dolor que le causaba, en lo más profundo de su corazón, donde permanecería por siempre. Lo sepultaría bajo sus pensamientos y ahí lo dejaría, oculto como un tesoro que nadie jamás desenterraría.

Los minutos pasaron y, cuando Andrés finalmente dejó de llorar, Justo se separó de él y limpió sus lágrimas con el dorso de su bata.

―No... no recuerdo nada de lo que pasó. No sé dónde estaba ni a dónde iba, ni cómo llegué acá. Lo último que recuerdo es caminar por la carretera, y luego... luego desperté aquí.

La voz de Andrés era inexpresiva, pero Justo alcanzó a notar que estaba ocultando algo. Sin embargo, decidió no presionarlo más. Ya después buscaría ganarse su confianza, pero ahora había cuestiones más apremiantes.

―Por lo que pude darme cuenta al revisarte, sé que tienes varios traumatismos en todo el cuerpo, pero ningún hueso roto ni nada por el estilo. Nada grave, en realidad. Te voy a dar un analgésico para que no sientas dolor en estos días, pero estás listo para salir si es que así lo deseas ―Andrés asintió con la cabeza, pero no dijo nada―. ¿Necesitas que te lleve a tu casa?

Andrés tragó saliva antes de contestar.

―Es que no tengo casa, doctor. No soy de aquí, no conozco a nadie en esta ciudad, y... y tampoco tengo cómo pagar lo del hospital.

Justo negó con la cabeza y alzó ambas manos frente a él.

―No tienes que preocuparte por eso, yo ya me ocupé de todos los gastos.

Súbitamente, Andrés sintió una opresión en el pecho, y la imagen de Santiago apareció una vez más en su mente. Recordó que así lo había conocido también, tras despertar en una cama de hospital, y que él se había encargado de sus gastos. Todo aquello le resultaba dolorosamente familiar, tanto que no pudo volver a contener su llanto por mucho que así lo quisiera.

Justo sintió una gran impotencia al ver a aquel muchacho llorar una vez más. Lo que más deseaba en aquel momento era verlo sonreír. Estaba seguro que tenía una sonrisa hermosa, pues él era, sin lugar a dudas, la criatura más hermosa que hubiera visto jamás. Aún postrado en una cama de hospital, cubierto de moretones y cortadas, tenía un brillo casi angelical, similar al de la luna sobre las olas del mar en una noche despejada.

Andrés era una sinfonía para piano, triste y melancólica, pero no así menos dulce y conmovedora. Su instinto le pedía a gritos que lo tomara entre sus brazos y lo besara, pero sabía que tendría que esperar. Debía acercarse a él sigilosamente, con cuidado de no espantarlo, así que le tomó la mano y la sostuvo suavemente entre las suyas. Andrés lo miró de frente, aunque su visión era borrosa debido a las lágrimas.

―Conmigo estarás seguro, Andrés ―susurró Justo, también mirándolo fijamente―. Yo cuidaré de ti. Te lo prometo.

Pero Andrés no podía dejar de llorar. Lo había escuchado, pero no sabía cómo reaccionar ni qué sentir. Lo único que sentía era el dolor punzante de la herida abierta en la que solía estar su corazón.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora