VIII

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La ciudad de Monterrey está ubicada al norte de México, y es un oasis desértico de tardes calurosas y noches heladas. Los cerros que la rodean aparentan estar cubiertos de nieve cuando los baña la luz de la luna. Pero al ser una ciudad principalmente industrial, influenciada constantemente por Estados Unidos dada su cercanía, se siente más distante del resto del país y más parecida a sitios como Houston o Dallas, en Texas.

Aquella tarde particularmente cálida, casi rayando en los cuarenta grados, Andrés descubrió una ciudad amenazante y poco acogedora. Rascacielos en construcción dominaban el horizonte, y sol abrasador parecía brillar de color rojo. El aire se sentía seco y pesado, a tal grado que llegaba a ser asfixiante. Autos veloces pasaban zumbando por las grandes avenidas, como relámpagos surcando el cielo nocturno. Las personas en la acera lo miraban y corrían despavoridos al notar la sangre en su ropa y el horror en su semblante.

Pero Andrés no podía quitarse de la cabeza la imagen del brazo cercenado de Santiago sobre su regazo, ni la mirada vacía de sus ojos sin vida. El dolor que sentía en su pecho era lo que lo hacía gritar, pero no así el dolor físico; no se podía comparar. Cada fibra de su ser lloraba por Santiago, y Andrés maldecía a la vida por no haberlo dejado morir cuando tuvo la oportunidad.

¿Por qué no lo aplastó un edificio durante el gran terremoto? ¿Por qué no se cayó él a las vías del metro? ¿Por qué no lo mató el veneno de la serpiente? ¿Por qué el autobús no se había estrellado de su lado?

¿Por qué él estaba vivo, pero Chino y Santiago no?

Lo que Andrés entendería mucho después es que preguntas así comúnmente no tienen respuestas. Y que la fuerza que mueve el universo, ―ya sea Dios, el destino, el azar o algo más―, no se rige bajo nuestras leyes ni nuestros principios. No tiene motivos discernibles y no nos debe explicaciones. A veces la vida simplemente es, y punto.

Tras varios minutos de agonía, sin saber qué hacer ni a dónde ir, Andrés terminó topándose de frente con un edificio blanco coronado por una cruz roja sobre la fachada. Cruzó la avenida sin mirar hacia los lados, causando que varios autos frenaran en seco e hicieran sonar sus bocinas. Andrés, sin reparar en lo que ocurría a su alrededor, entró corriendo por las puertas de vidrio del hospital. Sus manos ensangrentadas dejaron huellas color carmín que al poco rato una mujer comenzó a limpiar con indiferencia, como si aquello fuese lo más normal del mundo.

La enfermera que atendía la recepción, tan pronto lo vio, pidió ayuda. Pero había alguien más en el lugar que inmediatamente corrió hacia Andrés junto con los camilleros. Un hombre vestido con una bata blanca que conversaba con otro doctor en medio de la sala de espera. Un hombre que, detrás de un par de gruesos anteojos, escondía unos ojos azules inusualmente pálidos. Un hombre que después sería conocido como Don Justo, pero que en aquel entonces era solamente Justo. El hombre que cambiaría para siempre la vida de Andrés.

Justo se colocó junto a él y lo ayudó a subir a la camilla. Poco tiempo tardó en darse cuenta de que la sangre que lo cubría no le pertenecía, pero hicieron falta varios enfermeros para lograr sujetarlo y que el doctor le inyectara algo para tranquilizarlo. Aquella fue la primera experiencia de Andrés con la anestesia; la primera de varias que vendrían después. Sin embargo, en ese momento él lo agradeció. Casi de inmediato se sintió rodeado por una negrura absoluta, que silenció de golpe todos los gritos que inundaban su cabeza y escapaban por su boca.

Sin embargo, antes de perder la conciencia, Andrés sintió una mano acariciar suavemente su mejilla. En lo primero que pensó fue en Santiago y en el dulce toque de sus manos, pero rápidamente lo descartó. Santiago nunca volvería a acariciarlo o a rozar su piel. En vez de eso, al alzar la vista se topó con un par de ojos azules que lo miraban con profunda compasión.

Ni Justo ni Andrés olvidarían jamás ese momento, aunque con el tiempo ambos lo recordarían de formas muy diferentes. Pero cuando sucedió, no eran más que un muchacho herido y un doctor conmovido, incapaces de imaginar lo que Dios, el destino o el azar tenían deparado para ellos.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora