XXVII

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Andrés pasó la noche más fría de su vida bajo un puente, envuelto en aquella gabardina cuyo olor no hacía más que abrumarlo con recuerdos. Miraba a su alrededor, incrédulo, como si de un momento a otro fuera a despertar de un mal sueño. Pero el dolor en sus huesos cada que el helado viento lo azotaba se sentía demasiado real, incluso para la peor de las pesadillas.

La ciudad de Monterrey lucía diferente, lo suficiente como para desorientarlo. Después de todo, llevaba más de una década viviendo debajo de ella, sin siquiera una ventana para mantenerse al tanto de lo que ocurría en la superficie. Y él no recordaba haber estado nunca en aquella parte de la ciudad.

A pesar de ello, Andrés sentía como si hubiese regresado en el tiempo. Como si volviera a ser aquel niño sin hogar, vagando por las calles de la Ciudad de México cuando la anciana que lo cuidaba había muerto, dejándolo solo en el mundo. Acababa de cumplir ocho años. Era inquietante lo bien que recordaba la sensación, con todo y las cuatro décadas que habían pasado desde entonces.

Poco tiempo tardaron en asaltarlo más recuerdos de aquellos días, de aquellos años en los que ni él mismo se explicaba cómo había logrado sobrevivir: el regusto agrio de la comida echada a perder, el punzante hedor de los basureros, el ardor en los pulmones por todo el humo inhalado tras pasar el día entero limpiando parabrisas, el dolor de las arcadas al no poder vomitar por tener el estómago vacío...

Finalmente, Andrés tuvo un momento de claridad y decidió que no volvería a pasar por eso. No lo permitiría. Como pudo, se levantó y comenzó a andar por la avenida que cruzaba bajo el puente, buscando la forma de subir. Era difícil ignorar el dolor de las piedras y los vidrios rotos clavándose en las plantas de sus pies, las cuales sangraban después de tanto correr. Se había alejado bastante del hospital, pero eso era ya lo que menos le importaba.

Varios minutos después, ya se hallaba en lo alto de aquel puente colgante. Las luces de la ciudad destellaban en la distancia, como las pocas estrellas que aún sobrevivían en el firmamento. El frío era más intenso ahí, y todo su cuerpo tiritaba. Sin embargo, se repetía a sí mismo que pronto acabaría, que pronto dejaría de sentirlo, mientras cruzaba una pierna sobre el barandal. Sólo un momento más.

Aquel momento se transformó en un minuto, y aquel minuto en media hora, pero Andrés no lograba juntar las fuerzas para saltar; su cuerpo no lo obedecía. Lo único que podía hacer era temblar de frío y llorar, sin dejar de preguntarse: "¿Por qué? ¿Por qué es tan difícil?".

Pensó en Santiago. ¿En verdad eso es lo que él hubiera deseado? Quizás por eso no conseguía soltarse. Ya no era solamente una mano invisible, sino una fuerza implacable y sobrehumana la que lo sujetaba. Su vista, nublada por las lágrimas, distinguía poco más que el vacío que se extendía a sus pies y el fulgor de la luna llena, el cual se antojaba cada vez más tenue. Su arrítmica respiración y sus agónicos gemidos eran lo único que alcanzaba a escuchar.

Sólo un momento más.

Y entonces, un auto se detuvo en seco junto a él sobre el puente, derrapando y emitiendo un chirrido ensordecedor.

―¿¡Qué haces!? ―chilló una voz femenina desde el interior del vehículo.

Una puerta se abrió y se cerró de golpe. Alguien corría en su dirección. Andrés se giró bruscamente y casi pierde el equilibrio, pero la fuerza que lo sujetaba no lo permitió. Sus manos se aferraron al helado metal del barandal como las raíces de un árbol a la tierra.

―¡Oye! Espera, espera, no saltes ―dijo una voz, ahora masculina.

Andrés tardó unos cuantos segundos en ponerle rostro a aquella voz. Parpadeó varias veces para aclarar su visión, y sólo entonces pudo verlo.

Se trataba de un joven, de no más de veinticinco años, con piel entre pálida y sonrosada, como quemada ligeramente por el sol, sobre todo en las mejillas. Su cabello era oscuro y rizado, su nariz amplia y sus cejas rectas y pobladas. Un par de estrechos ojos se clavaron en los suyos, y Andrés súbitamente olvidó donde estaba. Esos ojos, casi tan oscuros como la noche que los rodeaba, le imploraban que se alejara de la orilla y se acercara a él. Acto seguido, el joven ―que era más o menos de su misma altura y complexión― le extendió una mano.

―Ven... por favor.

Andrés se sintió avergonzado. Seguramente parecía un paciente que acababa de escapar del manicomio ― lo cual, de hecho, no estaba tan alejado de la realidad. Sentía las mejillas encendidas al rojo vivo, pero el resto de su cuerpo estaba casi congelado, y la cabeza a punto de estallarle.

Con cuidado, y procurando mirar hacia otro lado, pasó ambas piernas hacia el lado opuesto del barandal y estiró su mano para tomar la del joven. En cuanto lo hizo, éste lo haló con fuerza hacia sí y lo estrujó con ambos brazos.

―¡Daniela! Pásame la cobija que tengo en la cajuela. ¡Rápido! ―exclamó severamente.

La chica que los miraba perpleja desde el asiento del pasajero del auto abrió la boca para decir algo, pero inmediatamente la cerró y se lanzó hacia la parte trasera del mismo. El joven que sujetaba a Andrés lo encaminó lentamente hacia la puerta que había quedado abierta, mientras frotaba sus brazos y le susurraba al oído:

―Tranquilo, estás bien. Todo va a estar bien.

Un instante después, la chica de nombre Daniela apareció frente a ellos y lanzó una cobija roja sobre Andrés. Su cabello era castaño y también rizado, pero mucho más largo que el de su acompañante. Su piel era un poco más oscura, y en general era bastante bajita en comparación a él. Parecía tener un millón de cosas que decir, pero se limitó a suspirar y dirigirle una mirada inquisitiva al otro muchacho.

―Súbete en la parte de atrás, tenemos que llevarlo al hospital.

En ese momento, un acto reflejo se activó en la mente de Andrés.

―¡No! No, no, hospital no, por favor...

Su voz, aún quebrada por el llanto, sonaba casi agonizante. El chico que lo sujetaba se estremeció y acomodó la cobija en el regazo de Andrés, tras lo cual cerró la puerta y rodeó el vehículo para entrar en el asiento del conductor. Daniela hizo lo mismo, pero en el asiento posterior.

―Disculpa, yo... ―comenzó a decir el joven una vez que estuvieron todos dentro, y el ulular del viento fue silenciado de tajo―. ¿Estás bien? ¿Qué te pasó?

Andrés, aún aturdido por toda la situación, se frotó los hombros debajo de la gabardina de Justo. El chico pareció notarlo y encendió la calefacción del auto. Sus pies instantáneamente recibieron una oleada de calor que lo hizo suspirar de alivio. Un denso silencio se hizo presente, y se prolongó durante un par de largos minutos.

―Gracias ―fue lo primero que dijo Andrés, aún con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos.

El joven sentado a su lado se estremeció nuevamente y bajó la mirada. Vio que Andrés estaba descalzo y sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo.

―No tienes nada que agradecer, uh... ¿quieres que te... lleve a tu casa entonces?

Andrés cerró los ojos y frunció los labios.

―No sé dónde es. No lo recuerdo.

Daniela y el otro chico se miraron brevemente. De pronto ellos también tenían un nudo en la garganta.

―De acuerdo, entonces... vamos a la mía. Para que te dé algo más para taparte y... y ahí ya veremos qué hacer, ¿está bien? ―inquirió el joven, intentando esbozar una sonrisa.

Andrés, por su parte, abrió los ojos y se topó de frente con los de aquel chico. En esa mirada había algo más, algo que le resultaba extrañamente familiar.

―Está bien.

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