XIX

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Tras aquel dolor inicial, lo único que sentí fue una especie de adormecimiento en la cadera, seguido de una serie de punzadas que iban haciéndose progresivamente menos dolorosas. Al final, se sentían tan sólo como el piquete de un alfiler. Todo eso ya me lo habían descrito, y en cierta manera estaba preparado. Lo que nadie sabía era lo que podía empezar a sucederme después.

Nada.

Absolutamente nada.

Mi presión sanguínea y mi ritmo cardiaco estaban bajo control. No me mareé ni sentí náuseas. No comencé a convulsionar ni a mutar ni a convertirme en un monstruo de tres cabezas. Simplemente... nada.

Aún no los podía ver, pero sabía que los doctores estaban sorprendidos por el tono de sus voces. Especialmente la de Justo. Él no me lo había dicho, pero una noche lo había escuchado hablar por teléfono en su estudio, diciéndole a alguien que la primera prueba de la terapia en animales había sido un fracaso. Según Justo, desde la primera inyección el ratón había comenzado a experimentar taquicardias, presión elevada, y un par de horas después simplemente había "colapsado" y muerto. Quizás sólo era cuestión de tiempo.

Una vez que la prueba hubo terminado, el adormecimiento de la cadera era ya prácticamente imperceptible. No había dolor en lo absoluto; todos los niveles eran normales. Escuché a uno de los doctores decirle a Justo que esperaban al menos una especie de "reacción" por parte de mi cuerpo, y a Justo responderle, casi en un susurro, que quizás el cambio había sido interno y que tendrían que esperar al día siguiente para tomar una muestra y contrastar los resultados.

Por más que protesté, no me dejaron ir a casa. Justo, con evidente angustia en su voz, me dijo que era por mi seguridad, para que pudiera estar monitoreado y, en caso de presentarse alguna reacción adversa, fuera aquí mismo y pudieran contrarrestarla de inmediato. Yo simplemente quería salir de ahí porque no llevaba más que algunas horas dentro y ya odiaba con todas mis fuerzas aquel laboratorio. El silencio, la estrechez de los pasillos y los espacios, el olor, la pura sensación de estar cinco pisos bajo tierra hacían que me sintiera asfixiado y con dolor de cabeza.

Pero en vez de eso, las enfermeras me llevaron de vuelta a la habitación número cinco del lado derecho desde la puerta del elevador, mientras Justo y sus colegas discutían en privado los resultados del experimento. Al quedarme solo en aquel cuarto, que ahora más bien parecía una celda, un recuerdo apareció de pronto en mi cabeza.

Habitación número cinco... ¿no había dicho Santiago, cuando estuvimos en el motel "Costa del Sol", que aquel era su número de la suerte? Recordé la llave, y el número grabado en la placa de madera que colgaba de ella. Esa noche nos quedamos en la habitación número cinco. Esa noche, la única noche en toda mi vida en la que había sido plenamente feliz.

A veces Dios, el azar o el destino pueden ser muy crueles.

[...]

Justo entró sigilosamente a mi habitación en medio de la noche. No sabía qué hora era, pero había pasado mucho tiempo. Intentar dormir en la camilla había resultado imposible, y aunque estaba cansado, no podía dejar de pensar, y pensar, y pensar. Me levanté de inmediato y únicamente pude ver su silueta contra la luz blanca que provenía del pasillo, pero sabía que era él. Sus ojos destellaron en cuanto vio que estaba despierto.

–Lo siento mucho mi vida, apenas pude escaparme de ellos –dijo, y procedió a abrazarme con fuerza y a besarme la frente y las mejillas. Yo ni siquiera me molesté en devolverle el abrazo–. ¿Cómo te sientes?

–Tengo hambre –respondí, con la voz entrecortada. No había comido nada en todo el día.

Justo suspiró pesadamente, bajó la mirada y negó con la cabeza.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora