III

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Un par de horas después, Andrés y Santiago se encontraban comiendo quesadillas en un diminuto restaurante a un costado de la carretera. Andrés estaba especialmente hambriento, así que se sintió bastante culpable cuando terminó de comer y se dio cuenta que había pedido más de diez. Santiago, con una sonrisa de oreja a oreja, pagó la cuenta y le pidió que no se preocupara.

―¿Cuánto tiempo llevabas sin comer? ―le preguntó poco después, más por preocupación que por curiosidad.

―Eh... como tres días, creo. Ya perdí la cuenta del tiempo desde que... me fui ―contestó Andrés, dubitativo.

―En el hospital dijiste que venías huyendo... ¿de quién?

Andrés sintió un nudo en la garganta. Le dio un largo trago a su refresco helado y cerró los ojos antes de responder.

―De la ciudad ―Santiago ladeó la cabeza―. Ahí nací, pero nunca fue un hogar. Siempre me trataron mal... siempre me veían para abajo. Sé que no soy nadie, pero no significa que me guste. Yo quería acabar la prepa, pero... no se pudo.

Andrés suspiró, y Santiago lo imitó.

―¿No tienes padres o algún familiar? ¿Nada? ―preguntó él, tratando de no sonar demasiado invasivo. Andrés, por suerte, no lo tomó así. Nunca había hablado así con nadie, ni siquiera con Chino.

―Nada de nada. Creo que una señora me cuidó hasta que dejé de usar pañales, pero la verdad no lo recuerdo bien. No sé si era mi madre o no. Estaba muy viejita ya.

―Quizás era tu abuela ―comentó Santiago, sonriendo.

―Sí, a lo mejor... pero desde que era un chavito estuve solo. Así fue hasta el temblor de hace poquito ―dijo Andrés.

―Oh, cierto, tú debiste estar ahí. Oí que estuvo muy feo ―dijo Santiago tras desviar la mirada.

―Horrible. No... no quisiera hablar de eso ya. Perdón.

―No, no, yo entiendo. Lamento hacerte tantas preguntas, es sólo que... ―Santiago cerró los ojos, como si estuviera esforzándose por encontrar las palabras adecuadas―. Es que no puedo creer que nadie estuviera contigo durante todo ese tiempo. Desearía haberte encontrado antes, ¿sabes?

Andrés comenzaba a sentirse mareado, aunque no por tanto comer... ¿O sí? Sintió cómo su rostro comenzaba a sentirse más cálido que el resto de su cuerpo; casi podía ver sus mejillas, encendidas al rojo vivo. Santiago también lo notó, pero simplemente sonrió.

―Te sonrojas con facilidad ―Andrés intentó forzar una expresión seria en su rostro, pero no lo consiguió―. Aunque te esfuerces por no hacerlo. ¿Quieres algo más de comer?

El muchacho delgado y ojeroso que se sonrojaba fácilmente negó con la cabeza. Luego comenzó a decir lo mucho que le apenaba haber comido tanto y que en cuanto pudiera se lo pagaría, pero Santiago no podía dejar de contemplar sus ojos color miel y preguntarse cómo se sentiría rozar su mejilla con la punta de sus dedos.

―...te juro que no seré un mantenido ni nada de eso, yo soy muy chambeador...

Entonces, Santiago alzó los brazos y le indicó que se detuviera.

―Tranquilo, Andrés. No tienes que preocuparte por nada de eso, te lo prometo.

Quiso estirar una mano y colocarla sobre la suya, pero se contuvo. Quizás aún no era el momento. Pero había algo en los ojos de aquel chico que lo estaba enloqueciendo, y de una forma tal que, en comparación, la cordura parecía un destino cruel. Tal vez sólo era un simple instinto protector que jamás se había manifestado, pero de no ser así...

―Es que eres muy bueno conmigo. No estoy acostumbrado.

Andrés bajo la cabeza y Santiago, sin poder evitarlo, se lanzó hacia adelante y lo abrazó. Andrés no sabía ni qué pensar; su cabeza había quedado totalmente en blanco. Aquellos grandes brazos se acoplaban perfectamente a su esbelto cuerpo, pero por más que lo intentó, no consiguió que sus manos se movieran para devolverle el gesto. Tras un par de segundos, Santiago se despegó y miró discretamente alrededor. Al parecer nadie los había visto.

―¿Nos vamos? ¿Necesitas algo más? ―preguntó, intentando que su voz sonara lo más neutral posible. Sin embargo, la sensación de la piel de Andrés contra la suya estaba haciendo que su mente divagara por lugares inesperados.

Andrés, aún más sonrojado que antes, negó con la cabeza y se levantó. Ya estaban a medio camino de llegar a Puebla cuando finalmente consiguió que hablara de nuevo. Quizás su mente también había divagado hacia lugares inesperados.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora