IV

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La carretera desierta era interrumpida sólo de vez en cuando por algún accidente de tránsito o pueblo perdido que quedaba atrás sólo un par de minutos después. Santiago había recogido su cargamento en Puebla y ahora él y Andrés iban camino a Monterrey, que estaba a más de mil kilómetros de distancia. Iba a ser un largo viaje. Por suerte, ya llevaban más de la mitad del trayecto para cuando el sol comenzó a caer. La Ciudad de México había quedado atrás.

Después de tantas horas de recorrido, Santiago finalmente había logrado penetrar en el cascarón de Andrés y hacer que se abriera con él. Le había contado, a grandes rasgos, de su infancia en las calles de Tepito, uno de los barrios más pobres y peligrosos de la ciudad, de su adolescencia limpiando parabrisas, de su experiencia durante el gran terremoto y de su amigo el Chino.

Santiago se sentía impotente ante todo el sufrimiento que su acompañante había padecido durante su corta vida, que era mucho más del que él hubiera experimentado en todos sus veintiséis años sobre la tierra. Lo llenaba de rabia el saber que había gente que luchaba todos los días por no morirse de hambre en las calles mientras él vivía su cómoda vida con un sueldo que, aunque a él le parecía mediocre, era más de lo que algunos ganaban en meses. Ahora, más que nunca, estaba determinado a no dejar que al menos uno de ellos volviera a pasar una noche sin techo y sin comida en el estómago.

―Pero ya hablé mucho de mí... ―dijo Andrés después de un rato―. De ti no me has dicho nada.

Santiago sonrió, con la vista fija en el camino.

―Es porque no soy alguien muy especial ―admitió en voz baja―. Mis padres están juntos y bien de salud. Tengo un hermano que se cruzó la frontera el año pasado. Me pidió que fuera con él, pero no sentí que fuera lo correcto. Aún así, le va bien. Conoció a una güerita de ojo verde y dice que se quiere casar, pero así es él con todas las chavas que conoce. Ojalá regrese para Navidad; siento que se caerían bien. Y mi madre no dejaría de darte de comer porque diría que estás muy flaquito.

Andrés se atragantó con su saliva y comenzó a toser. ¿Por qué quería Santiago que conociera a su familia? ¿Acaso no lo veía como algo raro? ¿Qué no se supone que todos los regios son machos por naturaleza?

―Oye, tranquilo. ¿Quieres agua? ―preguntó Santiago, ofreciéndole un contenedor transparente pero opaco por el uso. Andrés negó con la cabeza―. Bueno... eh, ¿qué más?

―Y... ―Andrés sintió que un nudo en la boca de su estómago le impedía seguir hablando―. ¿No tienes novia o algo así?

Santiago dejó que su risa hablara por él. No podía estar hablando en serio... ¿o sí?

―Ah, lo decías en serio. Perdón, es que yo... no. No tengo novia, no te preocupes ―dijo, sintiéndose extrañamente incómodo de repente.

"¿Que no me preocupe? ¿Por qué?", pensó Andrés, pero no encontró el valor para decirlo en voz alta. Simplemente miró hacia afuera y se preguntó si todas las carreteras de México eran igual de aburridas o si solamente era ésa.

―Tú... no mencionaste ninguna novia, por eso creo que tú tampoco... ¿o sí? ―preguntó Santiago un rato después, pero casi de inmediato pensó en "el Chino" y se arrepintió―. Digo...

Andrés suspiró antes de contestar.

―Había varias morritas que me tiraban la onda, pero nunca me... pero estaban muy feas.

Ahora se había sonrojado de nuevo. Santiago comprendió y se limitó a sonreír. Pensó que quizás era el momento de dejar las cosas en claro, pero no sabía cómo decirlo. Una vez más, dejó que su instinto se encargara y colocó una mano sobre la delgada pierna de Andrés.

Él, por su parte, sentía que estaba a punto de estallar. Demasiadas emociones, demasiados sentimientos y demasiados pensamientos que nunca había tenido, al menos no en esa magnitud. Su mente era incapaz de procesar el hecho de que aquel hombre, tan bondadoso y perfecto, se hubiera fijado en él. ¿Acaso era por lástima? ¿Una broma que se había salido de control? Ninguna explicación sonaba lógica en su cabeza. Y antes de que pudiera hacer algo, Santiago ya había quitado su mano y la había vuelto a poner sobre el volante.

Andrés sentía que debía hacer algo, como si estuviera obligado a corresponder aquel simple gesto, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Su corazón latía como una fiera desbocada, y justo cuando juró que iba a volverse loco la respuesta llegó a él, como un claro lleno de luz en medio de un oscuro bosque.

―Es que ninguna de ellas me gustaba. Ninguna. No es que estuvieran feas, o a lo mejor sí, pero... pues no. Prefería estar con el Chino, pero ahora estoy contigo, y me gustas más, DIGO, que eso me gusta más. Estar contigo aquí. Eso. Sí.

El plan original era simplemente decir: "me gustas". Sin embargo, Andrés estaba orgulloso de sí mismo. Y no pudo evitar sentir una enorme calidez en todo su cuerpo cuando vio a Santiago sonreír de nuevo y lo escuchó decir:

―A mí también me gusta. Mucho.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora