XIV

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Una tarde de domingo, después de comer en un lujoso restaurante, Justo llevó a Andrés a caminar por un parque aledaño. Su guardaespaldas, Julio, los seguía varios metros detrás, pero sin perderlos de vista. Aquello garantizaba que pudieran hablar como si estuviesen a solas, aunque sin tomarse de la mano ni rozar sus cuerpos. Andrés lo agradecía, pues cada vez se volvía más complicado corresponder a las excesivas muestras de amor de Justo. La única forma de hacerlo era con su cuerpo, pero él ya estaba cansado de tener sexo y no sentir absolutamente nada. Era como intentar nadar envuelto en una burbuja de plástico, o acariciar la suave arena de la playa con guantes de látex en las manos.

Ya para ese entonces su corazón no albergaba dudas: Andrés no amaba a Justo. Simplemente estaba atrapado, como un insecto inocente que, sin saberlo, cae en las redes finas y casi invisibles de una araña depredadora. Ahora él ya estaba demasiado enredado entre las telarañas como para resistirse, y tan solo esperaba que su final llegara más pronto que tarde para poder reunirse en la otra vida con Santiago. La idea rondaba su cabeza como un susurro errante, a veces apenas audible y a veces fuerte y claro. Pero Andrés no era una mala persona, y nunca se atrevería a hacerlo porque no quería herir a Justo. Así como la araña no mata por placer, él tampoco lo hacía; no era más que un básico instinto de supervivencia.

―Pero lo peor de todo es que siento que todos mis colegas me han abandonado ―dijo Justo repentinamente, continuando una conversación de la cual Andrés había perdido por completo el hilo―. Nadie cree en mis investigaciones, a pesar de todo lo que he hecho por convencerlos. Prácticamente todos me han dado la espalda en esto... todos menos tú.

Aquello lo sacó de su ensimismamiento. Eran frases como esas las que hacían que aumentara el peso que recaía sobre sus hombros y su cabeza. No podía cargar con la estabilidad de Justo sin arriesgar a cambio la suya, y había días en los que sentía que estaba a punto de quebrarse. Pero jamás lo hacía.

―Lamento que te sientas así ―dijo Andrés tras un breve silencio. Justo se rascó la nuca.

El parque estaba casi desierto. El día era caluroso, pero el cielo se ocultaba tras gruesos nubarrones grises. La lluvia era inminente, y pronto tendrían que regresar a casa.

―Me piden pruebas concluyentes, pero, ¿cómo voy a conseguirlas si no me dejan hacer un ensayo clínico? Dicen que nadie con dos dedos de frente se prestaría como voluntario para el experimento, pero ni siquiera se molestan en buscar a nadie. Estoy harto de que me ignoren. Si tan solo consiguiera un voluntario, entonces quizás...

Y entonces, Andrés vio la luz que tanto anhelaba. Al principio lo cegó, pero poco a poco fue distinguiendo sus matices, y una idea pronto comenzó a cobrar forma en su cabeza.

―Ehm... ―murmuró el joven. Su amante frunció el ceño.

―¿Qué pasa?

Andrés se había detenido en seco. Sabía lo que quería decir, pero no sabía cómo decirlo. Las hojas de los árboles caían pesadamente a su alrededor, como si el tiempo transcurriese más lento.

―Yo... bueno, no sé si se pueda, pero... ¿y si yo fuera ese voluntario?

Justo entrecerró los ojos, esperando que Andrés sonriera y revelara su pesada broma, pero no lo hizo. Simplemente se quedó ahí, de pie, con los ojos ensombrecidos y la cabeza agachada.

―No estarás hablando en serio ―respondió Justo―. Esto no es ninguna broma Andrés, ¡de hecho es muy peligroso! Yo jamás permitiría que pasaras por algo así.

―Lo sé, pero no es ninguna broma. Yo sólo quiero ayudarte.

Andrés no mentía; una parte suya así lo deseaba. Pero otra parte le decía que, si el experimento funcionaba, él ya no le debería nada a Justo. La deuda por su vida estaría saldada, y él podría ser libre de hacer con ella lo que quisiera. E incluso si no funcionaba, entonces él dejaría este mundo y también sería libre. No tenía nada que perder, sino todo que ganar. Lo más difícil sería convencer a Justo, pero Andrés no era tonto y sabía exactamente que cartas jugar.

―Ya me ayudas suficiente, amor. No tienes que correr ningún riesgo absurdo por mí. No podría perdonármelo jamás si algo malo te pasara por mi culpa...

Justo intentó acercarse y abrazarlo, pero súbitamente recordó dónde se encontraba y se detuvo a medio camino.

―Esto no es por ti ni por mí, Justo ―sentenció Andrés, esgrimiendo sus palabras como un sable y apuntándolo directamente a sus puntos débiles―. Esto se trata de dejarle un bien al mundo entero, de salvar vidas y ahorrarles a más personas un horrible sufrimiento. Siempre te la pasas hablando del legado que quieres dejar cuando mueras, y de cómo quieres pasar a la historia de la medicina y de la humanidad. ¡Esto es tu legado! ¿Qué no te das cuenta? ¿Crees que el riesgo no vale la pena? Porque yo sí. Y creo en ti. Sé que serás capaz de hacerlo, y entonces todos los que ahora te han dado la espalda se arrepentirán de haberlo hecho. Te lo prometo.

Finalmente, para asestar el golpe final de aquel magistral combate, Andrés acortó la distancia entre ambos y rodeó el cuello de Justo con sus brazos. Lo abrazó con tal calidez que hasta él mismo se sintió abrumado durante un momento. Justo no pudo siquiera defenderse, por lo que cayó rendido en aquel abrazo. Cada fibra de su ser había sido sacudida hasta su núcleo.

A pesar de que aquello rompía con casi todas sus reglas de comportamiento en público, ellos no se separaron hasta un largo minuto después, cuando un par de gotas de lluvia cayeron sobre sus cabezas. Rápidamente se dirigieron de vuelta al auto, y su guardaespaldas se convirtió en chofer.

Justo no había dicho nada; aún no dejaba de pensar y darle vueltas al asunto en su cabeza. Conocía los riesgos mejor que nadie, sabía que aquello podría incluso matar al sujeto si no se hacía con el cuidado suficiente... pero también sabía que nunca encontraría un voluntario por otros medios. Jamás se lo permitirían. Era una oportunidad de oro, pero la idea de perder a Andrés era absolutamente aterradora. Imaginarse solo una vez más le causaba un dolor indescriptible en el pecho, comparable sólo con el miedo que tenía de morir en el olvido, sin haber hecho nunca algo realmente trascendental.

Andrés, por su parte, contemplaba la lluvia caer a través de la ventanilla del auto.

"Pronto, mi amor", pensaba, evocando el rostro difuso y distorsionado de Santiago en su memoria. "Pronto nos volveremos a ver".

Te lo prometo.

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