XXXII

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Había veces en las que Andrés se preguntaba si no estaba soñando.

O muerto.

Porque todo parecía estar saliendo bien, por primera vez en... quizás en toda su vida.

Se levantaba abruptamente de su cama a mitad de la noche, la cual seguía siendo un colchón a ras del suelo, pero suyo. Miraba su habitación con incredulidad, buscando entre las sombras algo que confirmara sus temores, algún monstruo o algún fantasma. Se tocaba el rostro, sintiendo el frío sudor empapar las yemas de sus dedos, y el cálido palpitar de su pulso en las venas de su cuello.

Tras desear morir durante más tiempo del que aparentaba haber existido, vivir ahora le resultaba extraño.

Podía salir a la calle y caminar por una acera sin que nadie le prestara atención. No había cámaras siguiéndole el rastro a cada momento de cada día. Era paradójico como, de niño, lo que más anhelaba era que alguien lo mirara y le diera una moneda, mientras que ahora agradecía ser invisible. Tantos años encerrado en una celda con espejos dobles lo habían hecho temer hasta a su propio reflejo.

Sin embargo, había algo a lo que no temía. Alguien, en particular, que hacía que su corazón se acelerara con sólo pensarlo.

No había esperado más de cinco minutos en la esquina de la gasolinera cuando lo escuchó llegar. El auto en el que Dante había salvado su vida se detuvo, ahora con delicadeza, frente a Andrés. Era un sedán negro, un tanto viejo pero muy bien cuidado. Lo acababan de lavar; la manija plateada brillaba como una estrella bajo la farola de la calle. Andrés respiró profundamente y la tomó.

Dante sonreía, pero también parecía estar a punto de llorar. Se sintió como un completo idiota al ver que Andrés entraba al auto por su cuenta. ¿Por qué no se había bajado a abrirle? Se volteó para disculparse, pero en cuanto sus miradas se entrelazaron, su tren de pensamiento se descarriló.

¿Cómo era posible que alguien fuera tan hermoso?

―Hola ―dijo Andrés, tímidamente―. ¿Cómo estás?

―Hey... ―murmuró Dante, con la vista perdida en algún punto entre los labios de Andrés―. Hola.

―Hola ―repitió Andrés, riendo por lo bajo.

―Hola... ¡ah! Perdón, eh, yo... ―dijo Dante, súbitamente saliendo de su ensimismamiento―. Perdón, de verdad. Creo que "Dante.exe" dejó de funcionar durante un momento.

Andrés no entendió. Se limitó a ladear la cabeza y sonreír de nuevo. Era extraño lo natural que le resultaba hacerlo, aun habiendo pasado años sin siquiera esbozar el gesto.

Dante, por su parte, estaba a punto de desmoronarse por la vergüenza. Decidió desviar la mirada y suspirar profundamente.

―Lo siento. Cuando estoy nervioso hago chistes muy malos ―se excusó―. Y, eh... ¿cómo te va?

Andrés se mordió el labio inferior antes de responder.

―Muy bien... ―dijo.

"...ahora que estoy aquí", completó en su cabeza.

[...]

Las horas corrieron como un río a punto de desbordarse. Gente entraba y salía a raudales de la cafetería, pero la única constante eran dos muchachos en la mesa del fondo, riendo y charlando sin parar. El aroma a los granos de café recién tostados fluía entre ellos, entretejiéndose con sus voces en espirales invisibles e infinitas. Cada que Andrés se sorprendía a sí mismo riendo a carcajadas por algo que Dante le contaba, el tiempo parecía detenerse. Y entonces escuchaba atentamente, y se daba cuenta de cómo el mundo a su alrededor reanudaba su ritmo, pero no había otro lugar en el que él quisiera estar más que en esa cafetería, en ese momento, con Dante.

Tenía razones de sobra para ser un pesimista, y sin embargo, ahora se emocionaba al pensar en el futuro. Todos los lugares que visitaría, la gente que conocería, la comida que probaría... las anécdotas de las que se reiría junto con Dante en uno, cinco o diez años.

Y entonces recordó algo que se había obligado a reprimir durante todo ese tiempo. Algo de lo que jamás escaparía, por mucho que lo intentara.

Andrés miró a Dante a los ojos, y él de inmediato supo que algo sucedía.

―¿Qué pasa? ―preguntó, mirando discretamente a su alrededor―. ¿Viste algo?

Andrés negó con la cabeza. Intentó hablar un par de veces, pero cada que lo hacía, su boca no emitía sonido alguno.

―¿Te sientes mal? ―inquirió Dante, preocupado.

Andrés sacudió la cabeza y alzó una mano, pidiéndole que se calmara. Dante se enderezó en su asiento.

―Dame un minuto ―dijo Andrés finalmente, y se levantó sin esperar respuesta.

Dante se quedó pensativo durante casi cinco minutos, repasando en su mente toda la conversación, buscando en vano el momento en el que lo había estropeado todo. No se explicaba qué había dicho o hecho para que Andrés se pusiera así. No sabía ni siquiera por qué, pero ya estaba ensayando su disculpa, así como los posibles escenarios en los que todo aquello terminaría, uno de los cuales ―por alguna razón― involucraba a Andrés golpeándolo con una de las sillas del lugar.

Justo cuando Dante pensaba que Andrés se había escabullido discretamente fuera del café para no despedirse, éste regresó y se sentó frente a él. Se había mojado la cara; las puntas de su flequillo estaban empapadas. Tenía el semblante repuesto, y aquello alivió un poco la incertidumbre de Dante, aunque no del todo.

―Perdona, yo... ―Andrés hizo otra pausa, como si estuviera a punto de decir algo pero hubiera cambiado de opinión en el último momento―. No sé qué me pasó, pero ya estoy mejor. No fue mi intención asustarte.

Dante no supo si creerle, pero al verlo sonreírle de nuevo decidió que no le importaba. Recargó la barbilla sobre una de sus manos y suspiró.

―Tal vez tomaste mucho café.

―Sí, seguramente es eso.

―Además ya es tarde, a mí a veces también me pasa. Ya sabes, cosas de señores.

―¡Oye!

Sus risas despejaron el ambiente, devolviéndole aquella aura acogedora y cálida que contrastaba con el frío de la calle. El invierno en Monterrey era implacable, y el que se avecinaba amenazaba con ser el más gélido en tiempos recientes.

Andrés había decidido seguir huyendo, al menos por ahora.

Pero el tiempo, así como el invierno, terminaría por alcanzarlo tarde o temprano.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora