XXV

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La anestesia, a grandes rasgos, impide que los impulsos eléctricos que transportan la sensación de dolor hacia el cerebro pasen por el sistema nervioso, formando una especie de barrera. Combinada con los demás compuestos que ahora transitaban por la sangre de Andrés, la anestesia también induce la pérdida de la consciencia.

Normalmente, las neurocirugías suelen realizarse con el paciente despierto, para que éste pueda dar retroalimentación en vivo y minimizar el daño neuronal que pueda ocurrir. Pero esta no era la primera vez que realizaban una craneotomía en Andrés.

La primera vez él había estado despierto. La idea era elaborar un "mapa" de su corteza cerebral, y localizar así el área deseable para extraer. Mientras se encontraban a la mitad del procedimiento, el neurofisiólogo que trabajaba en ese entonces con Justo lo apartó de la plancha y le hizo un comentario.

"Su cerebro está en llamas" dijo, señalando el electroencefalograma. "Si lo cortas mientras está despierto, le puede dar un ataque epiléptico o un ataque fulminante".

El riesgo del procedimiento se había triplicado. Ahora, sería igual de peligroso operarlo despierto que dormido. Aquel simple comentario había retrasado casi seis meses la intervención, pero no había otra manera. Justo decidió dormirlo.

"Será más humano que no despierte a que, en plena operación, comience a convulsionar y a perder la razón".

Lo dijo con voz serena, pero por dentro se estaba muriendo, porque Justo seguía creyendo que sin Andrés él no sería nada. Porque tenía todas sus esperanzas puestas en él. Y no sólo eso, también una deuda millonaria con el hospital que esperaba saldar en cuanto el experimento funcionara y Éther le pagara lo que habían pactado.

Si Andrés moría, todo se destrozaría: su corazón, su carrera y su vida.

Pero Andrés no murió. La cirugía transcurrió sin contratiempos. Horas después, ya estaba despierto nuevamente, en su habitación número cinco, mientras Justo revisaba los resultados y analizaba el tejido extraído.

El chico que sería joven por siempre tomó aire y sintió una punzada en la parte trasera del cráneo. No estaba bien. Nada se sentía correcto. Nada era como debía ser. El doctor que pronto se marchitaría acercó su vista cansada al microscopio y sintió como si un flujo de agua fría se hubiera inyectado en su torrente sanguíneo. No estaba bien. La mutación era tan masiva y prevalente que impedía que pudiera rastrearse el origen. Nada era como debía ser.

Andrés se sujetó del borde de la cama y se enderezó con dificultad, al tiempo que Justo se sujetaba del borde de su mesa para no trastabillar y caer al suelo. Una de las enfermeras lo sujetó, consternada, mientras otra enfermera sujetaba a Andrés y le pedía permanecer recostado. Él ya se estaba quitando los parches y la intravenosa; Justo se había quitado los lentes. A ambos les pidieron que descansaran.

Justo tardó un buen rato en dormir, pero finalmente lo consiguió. Removiéndose entre sueños y pesadillas, recibió una visita del bebé en carne viva, sin párpados ni orejas, aullando de dolor, deshaciéndose entre sus manos sin que él pudiera apartar la vista. Hacía tanto que no lo soñaba, que incluso creyó que al fin lo había olvidado. Pero esa noche, supo que jamás lo haría. Aquel ser de pesadilla, que él había abandonado e intentado enterrar, lo atormentaría hasta el último de sus días.

Andrés, por su parte, no durmió un segundo. En vez de eso, y ya entrada la madrugada, se levantó y salió de su habitación. Estaba descalzo. Avanzó de puntillas hasta el elevador, se bajó en la planta baja, y como pudo esquivó a las pocas personas que se topó en su camino hacia el otro ascensor, aquel que estaba junto a la fuente y la estatua de bronce en el recibidor. Subió al piso nueve, y sólo en ese momento recordó que la puerta de la oficina se cerraba con llave. Maldijo su estupidez y estuvo a punto de presionar nuevamente el botón de la planta baja para regresar, pero algo lo detuvo. Una mano invisible parecía guiarlo.

Cuando se abrieron las puertas y aquella fuerza lo hizo avanzar, Andrés notó que una tenue luz se asomaba por el marco de la entrada a la oficina de Justo. Sin pensarlo demasiado, caminó hacia la luz y empujó la puerta de madera con la punta de sus dedos. Ésta se abrió hacia dentro, sin hacer un solo ruido. Lo vio tirado en su sillón, rodeado de papeles y revistas, como seguramente lo hacía todas las noches si no se desplomaba sobre su escritorio con los lentes puestos. Se movía bastante, girando sobre sí mismo y emitiendo sonidos guturales, pero definitivamente estaba dormido.

En aquel punto, Andrés sintió cómo la mano invisible que lo había llevado hasta ahí lo guiaba hasta el escritorio. La lámpara estaba encendida; de ahí provenía la luz que había percibido desde el corredor. Si se ponía a revisar todos los papeles que tenía enfrente tardaría horas, y Justo seguramente se despertaría. Pero entonces su vista se fijó en uno de los cajones, el primero a la derecha, que estaba entreabierto ―a diferencia de los demás―.

El sobre que extrajo del mismo decía su nombre, junto a una serie de números y términos incomprensibles. Entonces, sintió como si lo soltaran. No sabía cómo interpretarlo. Se le ocurrió que, quizás, la fuerza que lo había levantado de su cama y traído hasta la oficina de Justo en ese momento le estaba dando la posibilidad de elegir su destino. Podía abrir el sobre y enfrentarse a lo que encontrara en él, a lo que ya sospechaba, o podía mantenerlo cerrado y seguir viviendo como hasta entonces, encerrado en sí mismo, como un conejillo de indias. Al final, sólo él podría tomar la decisión.

Andrés decidió abrir el sobre, y mientras lo hacía y comenzaba a hojear sus contenidos, sintió su mundo entero desplomarse hasta los cimientos.

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