XII

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Los días dieron paso a las semanas, las semanas a los meses y los meses a los años. La publicación del artículo de Justo sobre las enfermedades congénitas lo había puesto en el centro del radar de la medicina contemporánea. Más pronto que tarde, ya había docenas de revistas y publicaciones que prácticamente se peleaban por divulgar sus escritos. Y aquel hombre, que creía haber desperdiciado su vida en una causa perdida, finalmente había visto la luz.

Justo le atribuía su éxito a Andrés; lo llamaba su "amuleto de la buena suerte", pues fue cuando él llegó a su vida que su carrera comenzó a despuntar. Para zafarse de las miradas inquisitivas y protegerse de cualquiera que deseara ponerle el pie por rencor o envidia, Justo comenzó a presentar a Andrés ante el púbico como su hijo adoptivo. Muchos aún arqueaban las cejas y dudaban de la veracidad de aquello, pero nunca nadie pudo reunir pruebas que lo desmintieran. Justo y Andrés se habían vuelto muy precavidos, al menos en ese aspecto. Ahora, con su recién adquirido estatus de "celebridad" en el mundo de la medicina, cuidar las apariencias se había vuelto algo de vital importancia para Justo.

Andrés no se quejaba del nuevo departamento en San Pedro Garza García, la mejor zona de Nuevo León, ni de la ropa nueva o los zapatos de marca. Sin embargo, todo aquello le parecía distante y difuso, como si ni siquiera fuese real. Incluso llegó a pensar que él también había muerto con Santiago en el choque, y que estaba viviendo en una especie de extraño y absurdo más allá, o en alguna dimensión paralela. Una en la que él ya no era un chico más de la calle, sino un muchacho de clase alta que se paseaba por las lujosas tiendas que antes sólo podía contemplar desde afuera.

Pero Dios, la suerte o el destino lo había dispuesto así, y él jamás lo entendería, por mucho que lo intentase. Hay vidas que son como una carretera larga y recta, sin baches ni curvas pronunciadas, que transcurren lentamente y, cuando menos te lo esperas, llegan a un abrupto final. La vida de Andrés, en cambio, parecía ser un camino que a ratos se ensanchaba y se estrechaba, que cruzaba puentes, curvas, valles y montañas, serpenteando a través de profundos barrancos y paisajes deslumbrantes. Que en un instante subía hasta rasgar las nubes, y al siguiente se adentraba en los abismos más oscuros y desoladores.

Un día, observando su reflejo en el escaparate de una tienda de zapatos, Andrés sintió que la persona que tenía enfrente no era él. No podía serlo. ¿Cómo era posible que aquel chiquillo andrajoso, con los pantalones rotos y la cara sucia, se hubiera convertido en aquel hombre que usaba camisas entalladas, relojes de marca y lentes de sol? Su cabello, oscuro y sedoso, resplandecía como un faro de luz. Sus facciones afiladas le daban una apariencia altiva y elegante, pero sus ojos aún conservaban el brillo opaco que sólo tienen aquellos con infancias y corazones rotos.

Lágrimas ocultas bajo las gafas oscuras comenzaron a inundar sus párpados. Andrés pensó en Santiago y vislumbró la vida que podía haber tenido con él. Una vida sin lujos ni excesos, con placeres sencillos y sonrisas espontáneas. Haciendo parrilladas los domingos con su familia y haciendo el amor todas las noches, hasta la madrugada. Casi podía sentir sus grandes brazos rodeándolo mientras le hacía cosquillas en el cuello con su barba, pero ya no lograba recordar el color de sus ojos ni la forma de sus labios. Sin embargo, aunque el recuerdo de Santiago se desvaneciera por completo de su memoria, Andrés jamás olvidaría las palabras que él le había susurrado al oído aquella noche que pasaron juntos. Una vez más las evocó en su cabeza, y sonrió al darse cuenta que podía escucharlas casi tan claro como la primera vez. Instantes después, volvió a guardarlas en aquel rincón especial de su mente en el que Santiago aún vivía y ahí las dejó, cerradas bajo llave como un baúl de los recuerdos.

Una vez pasado aquel momento, que apenas duró unos cuantos segundos, Andrés secó sus lágrimas y siguió caminando. Pocos pasos detrás de él, un gigantesco hombre con traje negro y una pistola oculta bajo el saco reanudó la marcha también, analizando cuidadosamente su entorno. Aún en aquella zona, Monterrey no era una ciudad segura. Ya no.

El año era 1993.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora