XXIV

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Después de dejar a Andrés en el laboratorio para que lo "prepararan", Justo regresó a su despacho para despejar su mente un poco y respirar. No obstante, no pudo mantenerse alejado mucho tiempo de su escritorio lleno de papeles. Pronto ya se encontraba repasando nuevamente las gráficas que le habían mandado la tarde anterior, y la interpretación de las últimas muestras que habían tomado de Andrés. Las piezas de aquel rompecabezas comenzaban a encajar: los genes dañados seguían un patrón complejo pero específico, y tras ese patrón se encontraba la clave para "apagar" el botón del envejecimiento.

Sus manos comenzaron a temblar nuevamente. Justo se enderezó en la silla y sintió su espalda crujir de forma dolorosa. Si tan sólo hubiera probado la terapia en sí mismo años atrás... así tendría todo el tiempo del mundo para perfeccionarla. Pero, ¿tendría la motivación? Pensó en Andrés. Sin duda se habría marchado, lo habría dejado solo. Pero Justo no era un hombre mal parecido en ese entonces, y la verdad es que con Andrés encerrado en el laboratorio, se sentía más solo que nunca. Si nada hubiera pasado, ¿Andrés se habría quedado, envejecido junto a él?

El hubiera es un monstruo del que no puedes escapar. Nunca muestra su forma verdadera; se ve distinto para cada uno de nosotros, se adapta a nuestros miedos, a nuestros errores y nuestros arrepentimientos. Acecha en la oscuridad y ataca cuando estamos más vulnerables, y mientras más lo invocamos, más fuerte se hace. Por eso jamás podemos dejarlo atrás: porque siempre lo estamos alimentando.

Justo no era estúpido. Sabía que Andrés no lo amaba, que hacía años que no lo besaba ni correspondía a sus avances, pero en realidad no podía culparlo. Mientras que él seguía viéndose joven y hermoso, Justo era ahora poco más que un anciano decrépito. No quedaba rastro del hombre que solía ser... y, sin embargo, sí lo culpaba. ¿Por qué no se daba cuenta que había dado todo por él, incluso cuando no tenía nada? Y cuando lo tuvo todo, no escatimó en dárselo también. Andrés, de hecho, fue quien se había prestado como voluntario para la prueba. Justo asumió que lo había hecho porque lo amaba, pero si ese no era el caso, entonces... ¿por qué? ¿Qué lo había motivado a poner en riesgo su vida de esa manera?

Se dio cuenta entonces que quizás no conocía a Andrés, o al menos no del todo. Habían pasado décadas, y él seguía sin poder descifrarlo. Ahora jamás podría hacerlo.

Aquel experimento sería el más peligroso que jamás hubiera realizado. Para probar su terapia, Justo tendría que extraer una célula del cuerpo de Andrés que hubiera estado presente durante el primer experimento, lo cual era bastante más complicado de lo que sonaba. Las células regulares tienen una vida promedio de entre siete y diez años, pero la mutación había ocurrido hacía más de veinte años. Las únicas células que, de hecho, nacen y mueren con el ser humano, son las de la corteza cerebral. Básicamente, Justo tendría que abrir la cabeza de Andrés y remover parte de su cerebro. Bueno, alguien más lo haría; él ya no estaba en condición para sostener el escalpelo, pero sí para guiar a la mano encargada.

Los riesgos sólo los conocían él y su equipo médico. Si algo le pasaba a Andrés, todo se vendría abajo, y Éther no lo permitiría... Jasper jamás lo permitiría. Por eso no había discutido los detalles con nadie dentro de la corporación. No podía decirles que, de fallar por un milímetro, podría privar a Andrés de sus recuerdos, habilidades y hasta de su capacidad de comprender el lenguaje y todo proceso racional. Sobra decir que tampoco se lo había explicado a Andrés.

A él, de hecho, le había dicho que lo iba a "curar". Justo sintió una punzada en la cabeza al recordarlo. Sus ojos habían brillado cuando lo escuchó decirlo. ¿Qué era lo que sentía ahora? ¿Culpa, angustia... miedo? A Justo le gustaba juguetear con la idea de que, si el experimento funcionaba, ya no necesitarían a Andrés, y él podría ser libre una vez más, y vivir fuera del laboratorio... pero en el fondo, sabía que no sería así. ¿Qué podía esperarle allá afuera a alguien que no envejece? ¿Celebridad o histeria colectiva? ¿Aceptación o miedo irracional? ¿Vitoreo o linchamiento? Además, estaba seguro que Éther lo mantendría a su alcance si, por alguna razón, ya no lo requerían en el laboratorio. Sin darse cuenta, o quizás con plena consciencia, Justo le había dado a aquella corporación control total sobre la vida de Andrés.

Pero eso no importaba. Lo único que él tenía que saber, o creer, era que lo estaban intentando curar. Y lo único que Jasper y el resto de las cabezas de la hidra que era Éther tenían que saber, era que este experimento podría desarrollar una terapia génica estable con la que se harían billonarios. Justo, por su parte, cargaría con las implicaciones éticas y morales por su cuenta. Podía hacerlo. Era lo mínimo ―y lo único― que podía hacer en ese punto.

Se aseguró de guardar todo el expediente de Andrés de vuelta en aquel sobre de plástico transparente y colocarlo en el primer cajón a la derecha de su escritorio, pero no logró encontrar la llave. Seguramente yacía enterrada bajo alguna de las dunas de aquel desierto de papeles, pero no se molestó en buscarla más a fondo, porque en ese momento, alguien tocó a su puerta.

―¿Doctor? ―preguntó una joven enfermera tras entreabrir la puerta del despacho y asomar la cabeza sólo un poco―. Ya lo esperan. Está todo listo.

Se veía cansada. Después de todo, eran casi las cuatro de la mañana. Justo sonrió brevemente y se levantó con pesadez.

―Gracias, diles que voy en camino.

―Sí, Don Justo.

La puerta quedó entreabierta, igual que el cajón de su escritorio. Era una noche inusualmente fría y silenciosa. Si Justo hubiera tenido abiertas las cortinas, podría haber apreciado una enorme luna llena coronando el cielo sin estrellas. Pero simplemente se ajustó los anteojos y caminó lentamente hacia la salida. Todo su cuerpo temblaba; había llegado la hora.

[...]

Dicen que la anestesia es como los aviones: normalmente son lo más seguro del mundo, pero de vez en cuando, uno que otro falla.

Entro al quirófano sintiendo que me asfixio. Estoy harto de los rostros anónimos, escondidos detrás de cubrebocas; harto de las batas blancas, del metal estéril y frío, y del olor a antiséptico. Si todo sale bien, si mi avión no falla, estaré entrando aquí por última vez en mucho, mucho tiempo. Quizás para siempre.

Aunque, ahora que lo pienso, si falla también sería la última vez. Quizás es lo mejor.

Los doctores comienzan a moverse mecánicamente, como marionetas colgadas de un hilo, obedeciendo las órdenes del más viejo de ellos. Se llama Justino, pero aquí le llaman Don Justo, y nadie quiere tener cuentas pendientes con él. Porque esto no es un hospital común y corriente.

Justo rompe su habitual procedimiento para mirarme a los ojos con los suyos, de un color azul inusualmente pálido. Siempre me he preguntado si serán producto de la genética o de algo más. Por ese breve momento, que como cualquier otro jamás volverá a repetirse, siento algo pesado desplomarse sobre mí. Las esperanzas de un hombre, que sabe que no tiene mucho tiempo de sobra, cayendo sobre mis hombros.

―Vamos a contar del diez al cero. Adelante ―me dice, como varias veces―. Diez, nueve... cuenta conmigo, Andrés.

―Diez, nueve... ―mi voz grave se torna acuosa; frágil―. Ocho... siete, seis, cinco...

No paso del cinco. Es como un preludio al triste final. Un camino que recorres, a pesar de que ya sabes cómo acabará. Una densa neblina negra obstruye mis pensamientos, dejándome, de nuevo, en completa oscuridad.

Cinco.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora