XIII

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Las enfermedades congénitas son aquellas que se manifiestan desde el nacimiento, y la gama de resultados adversos que pueden acarrear es tan vasta como macabra. Malformaciones, falta ―o exceso― de miembros, hidrocefalia, anencefalia, infecciones gangrenosas, síndromes, espinas bífidas... todo ello monstruoso y aberrante. Espantosos errores de la naturaleza que el hombre es incapaz de corregir.

Pero todo ello palidecía ante lo que Justo descubrió durante un parto en aquella miserable clínica de Monterrey años atrás.

Se trataba de una variante desconocida hasta el momento de la epidermólisis bullosa, la cual es una enfermedad que causa úlceras y heridas en la piel ante el más mínimo roce. "Piel de mariposa", así le llamaban, y era extremadamente rara y poco conocida, aún en los prestigiosos círculos de investigadores médicos. Pero la E.B. simple, si bien terrible y dolorosa, no era nada comparado con lo que Justo sostuvo entre sus manos aquella vez.

El bebé había nacido sin tener siquiera un centímetro de piel, o al menos no de la epidermis, que es la capa externa. Su cuerpo entero estaba, literalmente, en carne viva. No tenía cuero cabelludo, ni párpados u orejas. No tenía uñas en manos o pies, y tampoco tenía genitales. Lloraba, pero no como cualquier bebé recién nacido. Aquel niño aullaba de dolor; sus pequeños pulmones no podían soportar aquellos gritos, y pronto ya no hacía más que emitir sonidos roncos y quebradizos. Estaba cubierto de sangre, de los pies a la cabeza. Sangre suya y de su madre, quien también lloraba al escuchar los alaridos de su bebé. Justo agradeció que no lo hubiera visto. Pocos minutos después, aquella criatura exhaló su último aliento, poniéndole fin a una breve existecia llena del más puro y espantoso sufrimiento que alguien pudiera imaginar.

Pasaron semanas, pero Justo no podía olvidar la imagen de aquel niño en carne viva, deshaciéndose entre sus manos. Hizo de todo para borrarlo de su mente: dormir, beber, llorar y reír, pero nunca lo logró. Ese bebé maldito atormentaba sus sueños y sus horas de vigilia por igual. Lo encontraba en sus insomnios y en los largos estupores que se provocaba con somníferos.

Y después de varios meses de pesadillas, Justo finalmente decidió hacer lo que mejor sabía, así que se puso a leer, estudiar y escribir. Escribió miles de hojas en su Olivetti Lettera 32, muchas de las cuales pasaron a formar parte de un gran océano de papel en el piso de su oficina. Repasó cientos de veces las fotografías del bebé y el informe de la autopsia, analizando lo que ya habían averiguado y teorizando sobre lo que aún faltaba por descubrir. Con el tiempo todo aquello fue tomando forma, y pronto Justo ya tenía sobre su escritorio material suficiente para publicar una docena de libros.

Pero él sabía que necesitaba algo más concreto, y fue así como condensó esas miles de páginas en aquel pequeño ensayo que fue publicado en el Acta Pediátrica de México. Mismo que, posteriormente, viajaría a Estados Unidos, Francia, Australia, Bélgica y Japón. El mundo de la medicina parecía fascinado con aquella extraña y espantosa mutación, y Justo tenía información de sobra acerca de ella.

Sin embargo, eso era todo lo que tenía. Información descriptiva, análisis post-mortem, factores etiológicos... y nada más. No había ninguna cura, tratamiento o medidas preventivas.

Fue entonces que llegó el segundo caso, proveniente de África. Las fotografías que recibió revivieron al monstruo de las pesadillas que hasta entonces había permanecido inerte en su interior. Justo se despertaba cada noche, agitado y sudando frío, y entonces abrazaba a Andrés y lloraba hasta quedarse dormido de nuevo. Y ese proceso se repetía de dos a cinco veces todas las noches, sin excepción. Al menos así fue hasta que, de nuevo, se puso a estudiar y a escribir.

La Secretaría de Salud y el Instituto de Fisiología Celular financiaron su viaje al sitio con la esperanza de que aportara nuevos y relevantes datos para su investigación. Justo se adentró en una remota y miserable comunidad en Sierra Leona, para entrevistarse con los padres del niño y con los doctores que lo habían traído al mundo. Y lo que ellos hicieron fue prácticamente describir, palabra por palabra, todo lo que él había vivido años antes en Monterrey. Pero aunque logró aterrizar más teorías sobre el origen genético de la enfermedad, al regresar Justo se sentía exactamente igual que cuando se había ido. Las pesadillas lo seguían atormentando, y él no hallaba en ningún lado la respuesta. ¿Cómo hacer que aquel terrible sufrimiento pudiera evitarse?

El tercer caso llegó mucho antes de lo que cualquiera hubiese previsto. Esa vez fue en Indonesia. Ya para entonces Justo estaba obsesionado, y la impotencia de sentir que no avanzaba pesaba sobre sus hombros como una piedra de mil toneladas. El patrón era el mismo: padres con el gen en forma recesiva, ausencia total de la epidermis y muerte dentro de los primeros minutos de vida. Muchos colegas le habían hecho saber que, al igual que con muchas enfermedades congénitas, los efectos no podían ser reversibles y que no había nada más que hacer. Varios de sus colaboradores abandonaron su investigación, tachándola de ser una causa perdida. Pero Justo no podía olvidarse de ello aunque quisiera; las pesadillas jamás se lo permitirían. Tenía que hacer que se detuvieran, a como diera lugar.

La terapia génica para tratar la epidermólisis bullosa clase cuatro ―o E.B. 4, como él la había llamado―, comenzó a cobrar forma durante uno de sus múltiples insomnios provocados por el café y las bebidas energéticas. La visualizó en su mente y, al darse cuenta de que quizás estaba yendo por buen camino, se apresuró a escribir atrabancadamente todo cuanto se le vino a la cabeza. Todo fluyó de maravilla en un principio, al menos hasta que Justo se dio cuenta de que, para poder aplicarla en un futuro, necesitaba un sujeto de pruebas: un paciente sano en el que pudiera experimentar los efectos y posibles beneficios de dicha terapia. ¿Cómo encontraría a alguien dispuesto a llevar a cabo semejante encomienda, considerando los riesgos y el hecho de que gran parte de sus compañeros lo veían como un callejón sin salida?

Y mientras Justo se debatía entre nociones médicas, éticas, científicas y morales, en la habitación contigua Andrés dormía profundamente, soñando que yacía sobre nubes de algodón, acurrucado entre los brazos del gran amor que había perdido.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora