XX

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Andrés se despertó aquella mañana en la habitación número cinco, la cual ahora estaba acondicionada como un dormitorio. En vez de la camilla, había una cama muy pequeña pero mullida y confortable, con sábanas de seda y almohadas de plumas de ganso. En lugar de la mesa quirúrgica había un tocador de madera de cedro impecable, con varios cajones llenos de cremas, mascarillas faciales, bálsamos labiales y uno que otro frasco de antidepresivos. Junto a la cama estaba una mesa de cristal, cuyo diminuto florero siempre estaba lleno de gardenias frescas. A un lado de la puerta reposaba un baúl color café, con las letras "L" y "V" estampadas en dorado por toda su superficie. Le habían mandado construir un minúsculo ropero, también de madera, que contenía solamente cinco atuendos que se iban rotando periódicamente cada semana.

La habitación contigua se había demolido sólo en parte para crear un baño, casi del mismo tamaño que la recámara y con piso de mármol. Aunque ahí tenía un lavabo y un espejo de considerable tamaño, el que colgaba sobre el baúl era de cuerpo completo y tenía un marco dorado. Andrés se levantó de la cama, en la cual dormía siempre en ropa interior por si tenía que levantarse de improvisto y ponerse una bata, y se plantó frente a aquel magno espejo.

Su cabello seguía tan brillante y oscuro como el océano de noche. Sus ojos como la miel aún conservaban esa neblina enigmática y melancólica que a ambos hombres en su vida había cautivado; si acaso, se había vuelto más perceptible. Su piel nívea, más pálida que nunca por el enclaustramiento, lucía como la cima de una montaña al ser golpeada por los rayos del sol. No había ni una sola arruga sobre su imposiblemente terso rostro, únicamente los lunares y pecas que lucían como estrellas en un cielo en negativo. Sus pestañas parecían más largas y rizadas, abanicos negros resguardando su visión.

Andrés enderezó su postura y pasó una mano por sus prominentes clavículas y su pecho. Rozó con la punta de los dedos sus costillas y acarició ligeramente el contorno de su ombligo. Los calzoncillos blancos que portaba resaltaban un bulto de considerable tamaño para tratarse de un hombre tan menudo, así como unas nalgas delicadas y con la forma de una media luna. Sus piernas, aunque delgadas, lucían torneadas y suaves, tan suaves como el satén y cubiertas de vellos invisibles de terciopelo.

En aquel reflejo, Justo le dijo alguna vez que veía un adonis de belleza y juventud, una obra maestra de la genética y la naturaleza: el epítome de la perfección, lo mejor que la humanidad era capaz de producir.

Andrés, por su parte, se veía a sí mismo como un monstruo, aunque no por las razones convencionales.

Momentos después, Justo entró a la habitación y se ajustó los anteojos para contemplar aquella visión que siempre le quitaba el aliento. Sus huesos crujieron al hacerlo. La piel de su cara parecía una carretera desértica y agrietada, pero la de sus extremidades era apenas una tela ceniza que parcamente cubría sus escuálidas manos, las cuales ahora temblaban siempre. Sus ojos, esas dos perlas celestes, parecían más pálidos que nunca, pero también más opacos, casi grises. El poco pelo que aún conservaba enmarcaba un rostro que, si bien era más pálido que el de Andrés, se notaba demacrado, frágil y cubierto de manchas hepáticas. Y ya no había ni un rastro de rubio en ninguno de sus cabellos o su barba; todo él lucía como visto a través de un filtro en blanco y negro.

Ahora le llamaban Don Justo, y nadie quería tener cuentas pendientes con él. Porque éste ya no era un hospital común y corriente.

–Buenos días, cariño –dijo, y su voz sonaba casi tan quebradiza como su tez.

–Buenos días, Justo –hacía mucho tiempo que Andrés ya no se dirigía a él como su pareja. Pero aún lo era, y ya no se oponía. Se había acostumbrado.

Justo tenía ahora setenta y cuatro años. Y Andrés tenía... o debía tener cuarenta y nueve, pero el tiempo parecía haberse detenido para él.

Habían pasado veintidós años desde el experimento. El año era 2016.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora