V

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Al poco rato, cuando las nubes rojas del atardecer le cedieron el paso a la noche y sus estrellas, el camión de Santiago tomó una desviación y se detuvo en un pequeño motel de paso llamado "Costa del Sol". Nombre un tanto curioso, dado que estaba ubicado en medio de la carretera y a kilómetros de la costa más cercana. Era un motel sencillo de una sola planta, paredes blancas y puertas de madera. Parecía, cuando menos, un lugar agradable para pasar la noche y seguir su camino al amanecer.

Santiago bajó y se mantuvo cerca de Andrés mientras caminaban hacia la recepción, quizás demasiado cerca, pero a ninguno de los dos les importó. Al entrar al edificio vieron un modesto escritorio, un par de sillones desvencijados y una planta artificial cubierta de polvo. La única fuente de luz era un foco desnudo que colgaba del techo al centro de la habitación. Un hombre de mediana edad, calvo y panzón pero de mirada amable, hojeaba distraídamente un periódico de nota roja tras el recibidor. En cuanto escuchó la campanilla de la puerta, alzó la vista y sonrió de oreja a oreja.

―¡Santi! Qué gusto me da verte, cabrón ―exclamó, rodeando el escritorio para darle a Santiago un cálido abrazo.

―Lo mismo digo, Miguelón ―dijo él, con un acento norteño mucho más pronunciado de lo habitual.

―¿Qué te trae por acá de nuevo?

―Pues la chamba, ya ves... pero ahora no vengo solo. Él es Andrés ―Santiago señaló al susodicho con un gesto de la cabeza.

―Mucho gusto, mi estimado ―dijo Miguel, dándole un fuerte apretón de manos a Andrés.

―Igualmente, gracias.

Acto seguido, Miguel volvió a su puesto en la recepción. Santiago recargó un brazo en el escritorio y se llevó el otro a la cintura. Andrés no pudo evitar pensar que se veía guapísimo.

―Entonces... ¿dos habitaciones? ―preguntó Miguel tras colocarse un par de lentes de fondo de botella. Santiago negó con la cabeza.

―No, no, con una está bien.

―Híjole... ―murmuró Miguel, mientras hojeaba su libro de visitantes y miraba hacia la pared repleta de llaves a sus espaldas―. Creo que todas las de dos camas ya las tengo ocupadas hasta mañana.

Andrés sintió que su corazón daba un vuelco. Santiago se mordió el labio inferior.

―Pues con que tenga una está bien. De todas formas todas tienen un sillón ―dicho esto, volteó a ver a Andrés y le guiñó el ojo discretamente.

―¿Seguro? Sale pues. Te tocará la cinco de nuevo.

―Es mi número de la suerte ―Santiago sonrió con todos los dientes y Andrés, inconscientemente, hizo lo mismo.

Miguel estiró una mano y tomó la llave que le correspondía, con el número cinco grabado en una placa de madera. Una vez que Santiago firmó el librito y pagó la habitación, le entregó la llave y le dio una palmada en el hombro.

―Ya sabes, Santi, estás en tu casa. Cualquier cosa aquí estaré.

―Gracias, mi buen. ¡Hasta mañana!

Miguel los despidió a ambos con un gesto de la mano, tras lo cual reanudó su lectura. Santiago comenzó a andar por el pasillo que daba a las habitaciones, y Andrés lo siguió. Sin embargo, en cuanto estuvo dentro de la habitación número cinco, comenzó a sentirse extrañamente nervioso.

Efectivamente, el cuarto tenía una cama y un sillón, pero poco más que eso. Un diminuto baño se observaba al fondo de la misma, y junto a la cama había una mesa de noche con una lámpara encima. Sin embargo, el papel tapiz de flores amarillas en las paredes parecía estar ahí desde el siglo pasado.

―No es ninguna suite presidencial, pero al menos está limpio. Siempre que tomo esta carretera me quedo aquí. Miguel es un viejo amigo.

Lo que Santiago no sabía era que Andrés jamás había dormido en una cama como ésa. Su "cama" siempre había sido un colchón mugriento al ras del suelo, y su habitación no tenía puerta, sino cortinas. Aquel cuarto de hotel era más de lo que él había tenido en toda su vida, y el darse cuenta de eso casi hizo que se pusiera a llorar. Con todo, logró contenerse, al contrario que cuando se sonrojaba.

―En serio, muchas gracias. No sabes lo mucho que aprecio todo lo que has hecho por mí. Pero llevas manejando muchas horas, debes descansar bien. Yo dormiré en el sillón.

Santiago soltó una risita y negó con la cabeza.

―No, no, de eso nada. Después de todo lo que has pasado te mereces dormir en una cama decente. Además, necesitas espacio para estirar esa pierna ―dijo él, señalando el tobillo aún hinchado de Andrés.

―Pero Santiago, ni siquiera cabes en ese sillón. ¿Cómo vas a acomodarte ahí?

―Ya me las arreglaré.

Antes de que pudiera sentarse en el viejo sofá, Andrés se puso frente a Santiago y lo detuvo. Colocó ambas manos en su pecho e intentó sostenerle la mirada, pero se sentía demasiado pequeño y vulnerable estando tan cerca de él. Lo único que pudo hacer fue bajar la vista y susurrar:

―Por favor.

Santiago soltó un largo suspiro y alborotó el cabello de Andrés con ternura.

―Insisto. La cama es tuya. Yo no tengo ningún problema, de verdad.

Andrés volteó a verlo y esbozó una mirada suplicante.

―¿Por favor?

Incapaz de volver a negarse, Santiago retrocedió y se sentó al borde de la cama.

―Mira, creo que la cama es lo suficientemente grande para los dos. ¿Te parece?

Aquello sonaba más como una invitación que otra cosa. Andrés intentó hablar, pero no pudo. Todo estaba sucediendo demasiado rápido. Santiago le dio un par de golpecitos al colchón y, obediente, Andrés fue y se sentó a su lado. Después de un incómodo silencio que se extendió por varios segundos, Santiago volvió a poner su mano sobre el muslo de Andrés. Éste, por su parte, se armó de valor para alzar la vista y mirarlo fijamente a los ojos.

En esa mirada se hallaba un universo entero. La inocencia perdida de un chico sin infancia, el instinto protector de un hombre solitario, los deseos reprimidos de ambos; dos estrellas fugaces, que brillarían tan sólo un instante antes de perderse en la eterna oscuridad.

Y entonces, Santiago rompió el silencio.

―¿Quieres dormir conmigo esta noche?

Sus labios se fundieron en uno solo, como dos galaxias en colisión. Andrés no sabía qué era esa extraña sensación de paz y calidez que inundaba todo su cuerpo y parecía querer desbordarse por cada uno de sus poros. No sabría, sino hasta muchos años después, que lo que había experimentado cuando Santiago lo besó aquella noche había sido felicidad.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora