XXIX

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El joven que salvó a Andrés aquella noche se llamaba Dante.

Dante lo llevó a su casa, sin saber muy bien porqué, y sintió clavada en su nuca la mirada inquisitiva de Daniela, su mejor amiga, durante todo el trayecto del puente a su departamento. Andrés, por su parte, disfrutaba de la tibieza de la calefacción y del silencio. Sabía que no duraría mucho, que pronto volvería a la realidad y tendría que contestar preguntas, y recordar...

Daniela confiaba en Dante, pero no en aquel muchacho. Pocas razones tenía para hacerlo. Se preguntaba cuánto tiempo tardaría Andrés en lanzarse contra su amigo e intentar girar el volante para que el auto se volteara. Luego se preguntó por qué asumía siempre lo peor de la gente, y entonces recordó a su padre.

Pero a pesar de esperar lo peor y prepararse para saltar sobre él en cuanto hiciera algún movimiento brusco, Andrés se mantuvo quieto durante todo el viaje. Y cuando llegaron al garaje y Dante estacionó su auto, las luces se apagaron, pero nadie se movió.

―Me llamo Dante ―intervino él tras un largo silencio―. Y ella ―dijo, señalando hacia atrás con su pulgar―­, es Daniela.

"¿Por qué le dices nuestros nombres reales?", pensó ella.

―Yo me llamo Andrés ―dijo él, mirándolo tímidamente desde el rabillo del ojo.

Dante se estremeció un poco al escuchar su voz de nuevo. Sonaba tan frágil y quebradiza, como un copo de nieve o el ala de una mariposa.

―Ven, vamos adentro. Te prestaré algo de ropa, si quieres puedes bañarte...

Daniela le lanzó una mirada tan sutil como una bengala, que en un lenguaje mucho más coloquial podría traducirse como: "¿qué carajo estás haciendo?". Por suerte sólo Dante la pudo ver, y le respondió encogiéndose de hombros, porque honestamente él tampoco lo sabía.

Sin embargo, dentro de sí lo sabía perfectamente.

―No... no es necesario ―dijo Andrés―. Te agradezco mucho que me hayas traído, en verdad, pero creo que lo mejor sería que me fuera.

―Pero estás... descalzo ―fue lo único que pudo articular Dante en aquel momento.

Andrés comenzaba a sentirse abrumado de nuevo. Recordó el día que huyó de la ciudad, la serpiente y el camión deteniéndose a un costado de la carretera...

―No pasa nada. Estoy bien... puedo seguir... ―mintió.

Dante cerró los ojos y negó vigorosamente con la cabeza.

Se había decidido a ayudar a Andrés en el momento en que lo vio parado al borde del abismo, a llevarlo a un hospital o a su casa. Pero él le había dicho que no quería ir a un hospital y que tampoco tenía una casa, o más bien, que no recordaba dónde era. Era consciente de que quizás Andrés le estaba mintiendo, pero el dolor en su rostro y en su voz era demasiado real. Sabía que si lo dejaba ir lo volvería a intentar, y él no podría cargar con ese peso.

Tal vez era vanidad: un sentimiento de superioridad moral por haber salvado una vida, sabiendo que muchos otros habrían ignorado al chico a punto de saltar de un puente. Tal vez simplemente era que deseaba que alguien hubiese entrado en su baño y le hubiese arrebatado el frasco de pastillas la noche en que él mismo intentó terminar con su vida.

Aquel recuerdo, viejo y relegado a un rincón de su memoria, regresó al presente y lo golpeó como las olas golpeando un acantilado. Dante abrió los ojos y, delicadamente, dejó que su mano se posara sobre la de Andrés.

―Vamos adentro. Haré chocolate caliente.

Andrés escuchó sus palabras, pero leyó un mensaje diferente en su mirada.

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