VI

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Andrés y Santiago se abrazaron con fuerza, como si no quisieran soltarse nunca, sin romper el beso que mantenían. Santiago giró y quedó sobre Andrés. Éste se sentía indefenso, vulnerable y temeroso; no sabía qué hacer. Sin embargo, Santiago lo fue guiando poco a poco, colocando sus manos alrededor de su cuello, juntando sus cinturas y aumentando lentamente la presión de sus labios.

Al tiempo que Santiago lo descubría y despojaba de sus ropas, Andrés se iba descubriendo a sí mismo.

Se dio cuenta que le gustaba que lo besaran en el cuello. También notó que la piel alrededor de su ombligo era especialmente sensible, y el sentir la lengua de Santiago pasarse por ahí lo hizo arquear la espalda y retorcerse de placer. De igual forma, descubrió que sus gemidos eran muy agudos, casi femeninos. A Santiago le gustaba eso; su corazón latía a mil por hora.

Cuando ambos se quedaron sin más que sus cuerpos desnudos, uno sobre el otro, afuera comenzó a llover. La tormenta ahogó los gemidos de Andrés hacia el exterior, y la luz de su habitación pronto fue la única que quedó encendida en todo el motel. Un punto luminoso en aquella carretera desolada, como una flor en medio del desierto, que pronto quedaría sepultada bajo la arena. Pero mientras viviera, sería la flor más bella en todo el mundo y sus alrededores.

Entre las suaves sábanas y el dulce tacto de la piel contra la piel, Andrés experimentó el éxtasis más puro y más perfecto. Cuando Santiago se arrodilló entre sus piernas y, sin dejar de acariciarlo, comenzó a adentrarse en él, sus gritos de dolor pronto se convirtieron en gemidos de placer.

Santiago sabía perfectamente lo que hacía, pues lo había hecho infinidad de veces, pero no fue hasta que conoció a Andrés que el sexo se convirtió en algo más. Ahora se sentía diferente: con cada embestida que daba, su piel se erizaba y sus músculos se tensaban, sus ojos se cerraban inconscientemente y todo su cuerpo le pedía a gritos que siguiera, que le diera más.

Andrés también le pedía más: más duro, más fuerte, más rápido. Pronto, la enorme erección de Santiago se deslizaba con facilidad adentro y afuera de Andrés, quien no podía ni tocarse por sujetar las sábanas con fuerza. Sin embargo, él también estaba duro como una roca y a punto de explotar.

A medida que avanzaban los minutos, también aumentaban la fuerza de las embestidas de Santiago y los gemidos de Andrés. Pero, por más que quisieran, ninguno de los dos podía parar. Sus cuerpos se ajustaban perfectamente al del otro, como los engranes de una máquina perfecta que corría a máxima potencia. El orgasmo de ambos amenazaba por liberarse, pero no querían que llegara; querían que aquel momento durara para siempre.

Entonces, cuando Andrés sintió que no podía contenerse más, tomó a Santiago por los hombros y lo acercó a su rostro. Comparado con la furia de sus movimientos, aquel beso fue lento y pausado. Como colibríes ante el néctar dulce que emana de las azaleas, ambos bebieron de las mieles de sus labios hasta saciarse. Y en ese momento, Santiago se vino dentro de Andrés, tras soltar una última embestida con fuerza descomunal.

Esa misma embestida hizo que Andrés se viniera sobre su estómago, gimiendo incontrolablemente y con los brazos aún rodeando el cuello de Santiago. Éste se desplomó sobre su amante y ambos se quedaron ahí, trémulos y exhaustos, respirando agitadamente por varios minutos.

Cuando finalmente los latidos de su corazón se normalizaron, Santiago se levantó y miró detenidamente a Andrés. Se había quedado dormido. Su cuerpo desnudo, su piel pálida, quemada por el sol y perlada de sudor, su cabello alborotado y sus acompasadas respiraciones, todo aquello en conjunto conformaba la imagen más bella que él hubiera visto jamás.

Santiago se acercó al oído de Andrés y le susurró algo que ambos guardarían en su corazón por siempre. Algo que nunca repetirían ni dirían en voz alta, y que sólo viviría en sus recuerdos hasta el último de sus días.

Después de eso, se acurrucó junto a él, lo cubrió con una sábana y se durmió a su lado, sujetando su mano suavemente hasta el amanecer.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora