XXXIII

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Dante caminaba por un camino de terracería dos días después de su cita con Andrés. El aroma a café de aquella noche se había desvanecido ya, pero no así la calidez en su pecho después de haberse despedido de él con un abrazo. Esa sensación como de flotar sobre las nubes lo acompañaría durante mucho, mucho tiempo.

Era domingo, y los rayos del sol se ocultaban tras gruesas nubes de tormenta. El clima últimamente se había vuelto imposible de predecir. Aquel camino conducía al fraccionamiento donde vivía Daniela, su mejor amiga desde que ambos tuvieran noción de lo que aquello significaba.

Dos niños jugando en el jardín un día, y al siguiente, dos jóvenes compartiendo el uno con el otro sus más dulces alegrías y sus más amargos momentos. Ya fuera riendo a carcajadas frente al televisor una mañana como esa, o llorando a mares en un callejón oscuro tras un asalto, pero juntos. Siempre juntos.

Ellos no lo recordaban, pero sus padres les habían contado la historia de cuando se conocieron: Dante tenía un crayón rosa que le encantaba, y Daniela había corrido hasta él y se lo había arrebatado. Y él le había soltado un manotazo y ella se había echado a llorar. Y luego él le había dado un beso en la mano y le había entregado el crayón. Y ella le había devuelto el manotazo. Una hora después, ambos estaban recostados sobre una cartulina, compartiendo el crayón rosa y dibujando nubes que parecían de algodón de azúcar.

Dante no podía evitar sonreír al imaginarse aquella escena, porque era la perfecta representación de su amistad.

Entró al fraccionamiento tras saludar al vigilante, el cual lo conocía perfectamente. Encontró a Daniela recostada frente a la entrada de su casa, con unos lentes oscuros puestos y un libro abierto sobre su pecho. Se enderezó bruscamente al escucharlo llegar.

―¿Estabas dormida? ―preguntó Dante, incrédulo.

―Por favor, no digas tonterías.

―¿Otra vez olvidaste tus llaves?

―...puede ser. También puede ser que quisiera estar un rato aquí, tirada como lagartija.

―Ni siquiera hace sol ―dijo Dante entre risas―. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ―preguntó, sacando su copia de las llaves de la casa de Daniela.

Ella soltó un bufido de fingida indignación.

―Me encanta como siempre asumes que lo sabes todo. Por eso nadie te quiere.

―Sólo tú. ¿Cuánto tiempo?

―...casi nada. Una hora. Quizás dos. Pero tampoco sé cuánto tiempo llevaba dormida.

Ambos estallaron en risas mientras entraban al recibidor.

―¿Y por qué diablos no le dijiste nada a don Carlos? Él seguro tiene un duplicado.

―Nop. Mi papá no quiso que lo tuviera, para que "no se fuera a meter a robar". Ya sabes como es.

Dante puso los ojos en blanco.

―Es más probable que yo me robe algo antes que don Carlos.

―Por eso él no sabe que tú tienes llave.

Ahora estaban en la cocina. Dante se sirvió un vaso de agua.

―¿Cuándo piensas irte a vivir conmigo, entonces?

―¡Já! Tendríamos que casarnos primero, y aun así dudo que mis padres accedan.

―Y yo que pensé que ya no tenías quince años...

―Para ellos tengo ocho. Además, ya dejas entrar a cualquiera a tu casa.

Dante sintió una punzada en la frente.

―Eso no era necesario.

―¿No? Entonces, ¿por qué no me has contado como te fue en tu "cita"?

―A eso venía.

―¿Y?

―Y estoy dudando en hacerlo.

Daniela recargó los codos en la barra de la cocina, buscando la mirada huidiza de Dante.

―¿Por qué? ¿Por preocuparme por ti?

―¡Por tus malditos comentarios! ―dijo él, volteando a verla súbitamente.

―Perdón, pero lo encontraste a punto de saltar de un puente con una bata de hospital, una venda en la cabeza y una gabardina que claramente no era suya. ¿De verdad a ti no te parece aunque sea un poquito extraño todo eso?

Dante suspiró profundamente.

―Ya te lo expliqué varias veces, y la verdad no estoy de ánimos para discutir. Mejor hablamos luego.

Daniela lo tomó del brazo.

―No, no te vayas. Lo siento. Cuéntame, por favor.

Dante y Daniela se miraron, y supieron que estaban pensando en lo mismo. Él sujetó la mano de su amiga y le plantó un tierno beso sobre los nudillos.

―Yo sé que es extraño, pero hay algo en él... no sé qué es, nunca había experimentado algo igual. Pero no ha habido una sola noche, desde aquella noche, en que no piense en él ―los ojos de Dante se iluminaron, y Daniela sonrió.

―Nunca te había escuchado hablar así de nadie.

―¡Ya sé! Me estoy volviendo loco. Y mira, entiendo que te preocupes por mí, y lo aprecio, pero... si Andrés en verdad quisiera hacerme algo malo, ya lo hubiera hecho. Ha tenido muchas oportunidades. Es muy pronto para hacerme ilusiones, pero por ahora... me gusta estar con él. Y, no sé, creo... creo que a él también le gusta estar conmigo.

Daniela puso la mano sobre su frente y soltó un dramático suspiro.

―¡Ay, Romeo, Romeo...! ―exclamó con voz cantarina.

―Cállate. Ya no te voy a contar nada.

―Estás muy sensible hoy. ¿Y qué, ya se besaron?

―¡Por supuesto que no!

―¿Entonces por qué te pones rojo?

―Déjame en paz.

Dante caminó hasta la sala y se recostó en el sofá. Daniela lo siguió y se sentó a su lado en la alfombra.

―¿Ni siquiera un piquito? ―preguntó, juguetona.

―No ―respondió Dante, haciendo acopio de todas sus fuerzas para no sonreír.

―Uy, qué aburrido. A lo mejor y no le gustas después de todo.

Dante tomó un cojín de debajo de sus piernas y lo estampó en la cabeza de Daniela, despeinando aún más sus ya rebeldes rizos. Ella se vengó haciéndole cosquillas, y no se detuvo hasta que Dante amenazó con orinarse en el sofá. La tarde se esfumó entre risas y forcejeos, y para cuando ya estaba por anochecer y Dante tuvo que irse a su casa, Daniela pensó que tal vez podía bajar un poco la guardia, porque no recordaba la última vez que lo había visto tan feliz.

Tal vez ese tal Andrés no era más que lo que aparentaba ser: un chico con un tortuoso pasado intentando rehacer su vida. Intentando empezar de nuevo.

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⏰ Última actualización: Mar 13, 2019 ⏰

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