XVII

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Cuando el cuerpo humano llega a la madurez, a un estado de "perfección" genética, ya no necesita seguir cambiando ni modificándose. El problema, y la razón del envejecimiento, es que el cuerpo nunca deja de cambiar. Al llegar a los 30 años –dependiendo de cada persona–, comenzamos a envejecer, porque nuestro cuerpo sigue desarrollándose y madurando, a pesar de que no lo necesita.

Es como si construyeras una casa. Colocas los cimientos, alzas las paredes, pones el techo, la pintas e incluso le haces un bello jardín con flores de colores. Y entonces, aunque ya se ve preciosa y terminada, sigues poniéndole ladrillos encima, y capas de cemento, y tejas, y varillas, y bloques de concreto... más temprano que tarde, las paredes comenzarán a cuartearse y los cimientos a perder su fuerza. Y eventualmente, la casa terminará por colapsarse bajo su propio peso. Eso mismo pasa con nuestro cuerpo.

Este "exceso de desarrollo" provoca que los órganos se deterioren y se dañen, que nuestra piel se agriete, que nuestros huesos pierdan la fuerza y que, finalmente, nuestro organismo entero colapse. Es un proceso inevitable, que el cuerpo no sabe cómo detener, pues está en los genes; no tiene un "interruptor de parada" para dejar de desarrollarse.

Justo no había estudiado a fondo este aspecto sobre la genética. Muchos lo desdeñaban como algo "frívolo", pues el hablar de envejecimiento inevitablemente se asocia con otro tipo de connotaciones menos científicas.

Habían pasado meses, y el experimento aún no había sido aprobado por todas las personas que lo tenían que aprobar, y aún no había pasado todos los filtros que tenía que pasar. Estaba convencido de que, cuando llegara el día, entraría a ese laboratorio como un hombre cualquiera y saldría de él como una eminencia, con su nombre grabado a perpetuidad en los libros de medicina. El imaginar su momento de triunfo le quitaba el sueño y lo mantenía en vela durante noches enteras. Las pruebas hasta aquel punto eran prometedoras. No entendía por qué estaba demorando tanto, y Désirée parecía evitarlo para no tocar el tema.

Ya había tenido una reunión con el comité superior del Departamento de Investigación Biomédica, el cual ella presidía y a quienes había explicado de manera muy simplificada y concisa lo que iba a realizar.

La terapia génica experimental de Justo consistía en injertar el gen malicioso Nup701 –causante del síndrome "Piel de Mariposa" en su variante más extrema– dentro de un virus en el cuerpo de Andrés, para después introducir una copia del gen "funcional", que sustituiría al gen defectuoso y corregiría el defecto ocasionado.

Justo aún recordaba las miradas incrédulas que había recibido durante aquella presentación. Definitivamente sonaba más fácil dicho que hecho, pero para ello se había preparado durante años. No era la primera vez que lo tachaban de loco, pero estaba seguro de que lo conseguiría. La teoría estaba de su lado: el experimento tenía que funcionar.

Finalmente, casi a punto de terminar el año de 1994, Justo obtuvo la luz verde. La "cita" había sido programada para el 16 de diciembre.

Andrés estaba terminando de cenar cuando Justo llegó y atravesó el recibidor de la casa como un bólido, dejando caer una infinidad de papeles en su paso hacia el comedor. Dejó su maletín de cuero sobre la mesa y se lanzó contra Andrés, casi tirándolo al piso.

En primera instancia pensó que algo malo había pasado, pues Justo no dejaba de temblar y hablaba demasiado rápido como para que lograra entender lo que decía. Pero lentamente comenzó a calmarse, suspiró profundamente y enjugó las lágrimas de alegría que corrían por sus mejillas con el dorso de su bata. Alzó aquellos gélidos ojos, que ahora se veían más vibrantes que nunca, y los clavó sobre los ojos opacos y confusos de Andrés.

–Lo logramos, mi amor –dijo, y volvió a enterrar el rostro en el pecho de su amante.

Andrés sintió un maremoto de emociones invadir su torrente sanguíneo, que amenazaba con desbordarse: felicidad, nerviosismo, alivio, culpa, excitación, miedo... todo a la vez, y en la misma medida.

Sus cuerpos se deslizaron poco a poco hasta el piso, y ambos se quedaron ahí durante un largo rato, Justo respirando agitadamente y Andrés frotando su espalda con suavidad. Una vez que ambos estuvieron más tranquilos, se levantaron y se abrazaron con fuerza. Justo no quería soltarlo, porque sabía que aquello solamente era el inicio. Lo más difícil aún estaba por llegar.

Había hablado varias veces con su psicólogo al respecto, manteniendo siempre la fachada de que Andrés era "como su hijo", y le contaba lo mucho que le aterrorizaba el poner en riesgo su vida de aquella manera. Y su psicólogo le había hecho un comentario que lo había hecho enfurecer:

–Pareciera que en realidad lo que te aterra no es hacerle daño, sino perderlo. Como si ya no tenerlo cerca fuera inconcebible, pero no así lastimarlo.

La razón por la que aquello lo había enfurecido es porque era cierto. Justo prefería tener a Andrés hecho pedazos a simplemente no tenerlo en absoluto. Por supuesto que no lo aceptaría, pero inconscientemente eso era lo que sentía. Por eso no quería soltarlo, ni en ese momento ni nunca.

En contraste, Andrés lo que más quería era soltarse. Desprenderse de Justo, de aquella vida llena de objetos pero vacía de emociones, de todo y al fin ser libre de regresar a la carretera en la que había perdido su esencia, para lanzarse al tráfico esperando que la siguiente vida fuera más benévola con él que ésta.

Cuando aquel abrazo terminó, ambos sonrieron y se besaron. Justo llevó a Andrés a la cama y le hizo el amor como nunca antes lo había hecho, pero sus mentes estaban en lugares muy distintos. Horas después, Andrés bajó al patio a hurtadillas y sacó de su chamarra de cuero una cigarrera y un encendedor plateado. Había descubierto hacía poco que el humo del cigarro despejaba sus dolores de cabeza mejor que cualquier pastilla que Justo pudiera darle.

Se sentó en la fuente de piedra que coronaba aquel espacio y miró hacia el cielo, descubriendo en él estrellas que hasta entonces jamás había vislumbrado. Esa noche en particular, se quedó meditando sobre la posibilidad de que quizás su vida no tenía que terminar para que fuera libre. Pero poco a poco, su propia mente fue aplastando cada una de sus dudas.

No tenía a nadie en este mundo más que a Justo. No tenía estudios ni, al menos para él, ningún talento ni habilidad. Ni siquiera tenía un apellido. Se había convencido de que era como una de esas estrellas que ahora contemplaba, una de tantas que, si de un día para otro desaparecían, nadie lo notaría.

Y tras aquella poética pero sombría reflexión, Andrés exhaló una última bocanada de humo, apagó su cigarrillo y volvió a entrar en la casa. Ahora sólo quedaba esperar.


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