XXXI

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Justo no sabía si aún estaba oscuro o si ya había amanecido. Ya había perdido la cuenta de los días que llevaba encerrado en el laboratorio. Sus asistentes le habían ayudado a trasladar ahí todo lo importante de su despacho, para que no tuviera que estar subiendo y bajando entre el piso nueve y el "sótano" cinco.

Era una noche extraña, sin luna ni estrellas, pero él nunca lo sabría. Lo único que sus ojos enfocaban en ese momento ―con gran dificultad― era una placa de Petri con muestras celulares de tres ratones diferentes, los cuales eran ahora sus únicos sujetos de prueba.

Pero Justo sabía que aquello era una pérdida de tiempo. A lo mucho obtendría algún falso positivo, y los ratones morirían tras someterlos al procedimiento. No podía avanzar sin Andrés, pero él tenía que mantener la fachada. ¿Cómo era posible que estuvieran tardando tanto en localizarlo?

Se veía a sí mismo atrapado dentro de un gigantesco reloj de arena. El tiempo se agotaba; apenas unos cuantos granos quedaban por caer antes de sepultarlo por completo. Sin embargo, aquel reloj no daría la vuelta. La vista cansada, las manos trémulas, las piernas eternamente adoloridas... su cuerpo, exhausto de vivir, se estaba rindiendo.

Pero él no podía rendirse aún.

Tenía que verlo al menos una última vez y...

―¿Se puede? ―irrumpió una voz en sus cavilaciones, proveniente de la entrada del laboratorio. Justo suspiró pesadamente.

―Pasa, Ricardo.

El doctor Duarte terminó de abrir la puerta y entró. El olor a antiséptico era tan abrumador que tuvo que cubrirse la nariz y aguantar la respiración durante unos instantes. Justo parecía ya no notarlo. Una vez que enfocó su vista en él, Duarte se sintió abrumado por una profunda lástima.

El escritorio al centro del laboratorio estaba sepultado en libros y hojas sueltas, muchas de ellas arrugadas o hechas jirones. Justo estaba encorvado sobre una de las mesas laterales, pero podía ver su reflejo en los anaqueles de cristal repletos de químicos y soluciones frente a él. Al menos veinte vasos de plástico desechables, algunos aún con restos de café, tapizaban el piso a su alrededor. La luz azulada de la lámpara fluorescente sobre su cabeza proyectaba una sombra delgada y frágil.

Cuando lo escuchó detenerse, Justo se volteó para encararlo. Había llevado las manos a su espalda, pero el temblor era más que perceptible en sus hombros y su pecho. Tenía unas ojeras tan profundas y pronunciadas que parecían moretones.

Era como si, junto con Andrés, se hubiesen esfumado las pocas fuerzas que le quedaban.

―¿Cuándo fue la última vez que dormiste? ―preguntó Duarte, desviando la vista hacia los vasos desechables.

Justo se limitó a encogerse de hombros.

―¿Qué necesitas? ―preguntó de vuelta, entrecerrando los ojos para ver mejor a su interlocutor.

Duarte suspiró y señaló una de las sillas frente al escritorio con la cabeza.

―¿Puedo?

Justo asintió, y ambos se sentaron tras despejar un poco los papeles que también cubrían las sillas.

―¿Recuerdas cuando me ascendieron? ―preguntó Duarte tras un rato de mirar fijamente al vacío.

―Recuerdo cuando murió Désirée, pero no cuando te ascendieron ―dijo Justo, pasando la lengua por uno de los huecos en sus encías―. En ese entonces yo era un paria, y no me invitaron a la fiesta. De hecho me enteré mucho después que todos los demás.

―Cierto ―resopló Duarte―. Bueno, yo recuerdo que me sentía en las nubes. Pero la verdad es que me arrepiento de muchas cosas.

Justo sintió una punzada en las sienes.

―¿Ah, sí? ¿De apoyarme en esto, por ejemplo? ―preguntó, señalando a su alrededor con un gesto de la mano.

Duarte se quedó callado más tiempo del que esperaba.

―No creo que puedas culparme ―respondió finalmente, con la vista clavada en sus zapatos―. La verdad es que nada ha salido como esperábamos, ¿o sí? ―Justo no supo cómo contestar, así que dejó que su silencio hablara por él―. ¿Tú no te arrepientes?

El anciano doctor sintió que las lágrimas comenzaban a acumularse detrás de sus párpados.

―Sí ―confesó en un susurro apenas audible.

Duarte tuvo que tragarse el nudo en la garganta antes de seguir hablando.

―¿Crees que tu... que Andrés regrese?

El escuchar su nombre hizo que a Justo terminara por quebrársele la voz.

―No por voluntad propia.

Duarte dudó en seguir hablando al ver el rostro desencajado de Justo y el dolor en su mirada, pero sabía que no tendría otra oportunidad para decirlo.

―Él no merecía lo que le hicimos, Justo, y tampoco merece que ahora lo persigan como si fuera un criminal. Su único error fue quererte ayudar con ese estúpido experimento que, en primer lugar, nunca debió autorizarse. E incluso si...

―¿Cuál es tu punto, Ricardo? ―interrumpió Justo bruscamente. Sus ojos centelleaban de ira―. No tienes ni puta idea de lo que estás hablando, así que te sugiero que te largues si no tienes nada bueno que decir.

Duarte se detuvo en seco y se reclinó en su asiento.

―Tienes razón. Yo no soy nadie para hablar sobre todo esto, así que seré breve ―tomó aire antes de proseguir―. El lunes presentaré mi renuncia ante la junta directiva. Ya estoy cansado.

Justo se quedó petrificado en su lugar con una expresión de completa incertidumbre, mientras Duarte se levantaba y echaba a andar hacia la salida.

―¿Así de fácil? ―inquirió Justo súbitamente―. ¿Te largas y ya?

―¿No me acabas de pedir que me largara? Pues ya está ―espetó él―. Y no, la verdad es que no es fácil, pero es lo correcto. Sólo lamento no haberlo hecho antes de embarrarme de mierda hasta el cuello por ti.

Justo comenzó a respirar con dificultad.

―Eres un cobarde, siempre lo has sido. El que te vayas ahora no te hace menos responsable. Tarde o temprano, todos tendremos que rendir cuentas por esto.

Aquella amenaza sonaba vacía, pues él ya no tenía nada que perder.

―Adiós, Justo ―dijo Duarte, pero antes de marcharse, se dio vuelta para encararlo una última vez―. Por cierto, lo más probable es que la junta decida ponerte en mi lugar. Si es así, tienes mis condolencias.

La puerta del laboratorio se cerró pesadamente unos segundos después. Envuelto una vez más en silencio, Justo juró que la rabia lo consumía. Su corazón latía desbocadamente. Su vista, borrosa aún con los anteojos, se había nublado por completo. Esperó a que su respiración se normalizara antes de levantarse y soltar un alarido desgarrador hacia la nada. Amargas lágrimas surcaban sus agrietadas mejillas, como ríos cruzando un desierto.

Ese puesto era lo que él más hubiera deseado años atrás, pero ahora sentía como si una pesada roca hubiese caído sobre sus hombros. Pensó en Andrés, y en lo mucho que añoraba aquellos días en los que vivían juntos en su pequeño departamento de una recámara. Le dolía admitir que Duarte tenía razón: Andrés no merecía lo que él le había hecho.

Pero lo que más le dolía era el hecho de que quizás nunca volvería a verlo para pedirle perdón.

Después de mucho llorar, el cansancio terminó por vencer a Justo, quien se desplomó sobre su escritorio sumergido en un sueño profundo y negro, parecido al que induce la anestesia. La luna y las estrellas no volvieron a salir aquella noche.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora