XV

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Justo caminó con firmeza por los pasillos del hospital, alisando su bata y pasándose la mano por el cabello una y otra vez. Se mordía incesantemente el labio inferior; estaba nervioso. Había juntado toda la información que pudo sobre Andrés en un folder amarillento que ahora estrujaba con fuerza, y mientras en su mente repasaba todos los posibles –y peores– escenarios, se sorprendió al darse cuenta que ya había llegado. La oficina de la Jefa del Departamento de Investigación Biomédica, Désirée Domínguez Zimmermann, estaba justo frente a él. La puerta traslúcida revelaba que en su interior alguien caminaba de un lado a otro, mientras mantenía una conversación telefónica en un idioma completamente desconocido para Justo.

Decidido a no postergar más el momento y a no dejar que más dudas se asentaran en su cabeza, tocó la puerta y esperó pacientemente por varios largos y silenciosos segundos. Finalmente, escuchó el marcado acento de la Doctora Domínguez pidiéndole que pasara.

―¡Justo! Exactamente la última persona que quería ver hoy ―siseó Désirée a modo de saludo mientras él cerraba la puerta tras de sí.

―Lamento molestarla, doctora, pero esto es muy importante...

―Ya sé, ya sé que todo lo que tú haces es infinitamente más importante que lo que hacemos el resto de nosotros ―dijo ella, reclinándose en su silla de cuero y ajustándose los lentes sobre el puente de la nariz―. Ahórrate la palabrería y ve al grano, ¿quieres? Tengo demasiadas cosas sin importancia que hacer.

Era casi imposible descifrar si su acento era ruso o alemán, pero sin dudas había desarrollado perfectamente aquel colmillo y sagacidad tan necesarios para sobrevivir en las altas esferas del mundo de la medicina. Justo se sentía pequeño en comparación con aquella mujer, que lo sobrepasaba no sólo en altura –medía alrededor de un metro ochenta y cinco–, sino también en agudeza y agilidad mental. Sus ojillos grises de ratón, reducidos aún más por el aumento de sus lentes circulares, eran como un perfecto escáner de puntos débiles. Sus labios, perpetuamente fruncidos, parecían jamás haberse curvado hacia arriba ni formado una sonrisa. Su piel, pálida y agrietada, cubría apenas su esquelético semblante. Rozaba ya los setenta años, pero las canas se mimetizaban con su rubio cabello, siempre recogido, lo que la hacía verse más joven.

Con todo y su carácter, Désirée era una doctora formidable, directora de múltiples proyectos y galardonada por cientos de asociaciones médicas, pero que a la vez había sacrificado por ello sus sueños de tener una familia, sus amistades e, irónicamente, su salud. La adicción al tabaco que la consumía lentamente había hecho que uno de sus pulmones dejara de funcionar, pero aun así ella jamás permitía que su cigarrera de plata se quedara vacía.

Mientras Justo se sentaba y comenzaba a hablar, ella tomó un largo cigarrillo rubio y lo encendió con el mechero Bunsen que reposaba sobre su escritorio. Una de las tantas excentricidades que hacían que destacase, como sus dedos cubiertos de anillos o las rojas paredes de terciopelo de su oficina, tapizadas de pieles de animales y diplomas enmarcados.

―Creo que he encontrado a un... sujeto que, pienso yo, sería adecuado para realizar un ensayo clínico sobre mi línea de investigación.

Désirée entrecerró los ojos e inhaló profundamente el humo de su cigarrillo, expulsándolo por la nariz mientras respondía.

―Un ensayo clínico que ya he rechazado en varias ocasiones, Justo, porque al parecer tú piensas que experimentar con genes es básicamente lo mismo que practicar jardinería. A ver, muéstramelo.

La doctora extendió su mano y, con la suya temblando, Justo le entregó el folder arrugado que había antes colocado sobre el escritorio de cristal. Désirée lo abrió y, de inmediato, arqueó las cejas y miró a Justo fijamente.

―¿Tu hijo, eh?

―En realidad él no es mi... hijo ―se apresuró él en aclarar―. Lo... adopté, en cierta medida, hace algunos años, pero no estamos emparentados ni nada. Es... es más como mi protegido, por así decirlo.

Ella continuó leyendo el expediente, mientras fumaba y se frotaba la barbilla. Justo sentía cómo sus manos sudaban copiosamente, tanto que tenía que frotarlas una y otra vez contra sus piernas para evitar que se empaparan. Finalmente, Désirée dejó el folder nuevamente sobre su escritorio y aplastó con fuerza el cigarrillo contra un cenicero plateado. Juntó sus manos frente a su rostro y suspiró antes de hablar.

―Efectivamente, cumple con los requisitos, y supongo que con mi firma bastaría que organizaras todo tu desmadre, pero antes de darte la completa libertad de gastarte todo nuestro presupuesto y poner la vida de este jovencito en riesgo, necesito que me expliques una cosa.

Justo no respondió, simplemente tragó saliva y esperó. Désirée puso los ojos en blanco.

―¿Qué es exactamente lo que estás buscando aquí? Los males congénitos no pueden prevenirse, y lo que propones para curar éste en particular es increíblemente peligroso. Sabes lo mucho que regulan esta clase de experimentos, lo sabes mejor que nadie. Tienes las bases científicas y todo excesivamente detallado, pero las probabilidades de error son... bueno, eso ya lo debes saber también. Entonces, ¿qué buscas lograr?

Él ya se había preparado para un "no" rotundo, por lo que aquella interrogante lo sacó de balance. Era una pregunta que mil veces se había planteado, pero para la cual jamás había encontrado una respuesta convincente. Al menos no para alguien como la doctora Domínguez, pero la respuesta para sí mismo era más que clara.

―He dado mi vida por esta investigación ―sentenció Justo―. He trabajado en ella cientos... no, miles de horas. He hecho todo por aislar este mal y combatirlo. Sabes que el error está ahí, presente, pero si lograra aunque sea un avance, por más insignificante que parezca... esto podría cambiar la vida de las personas para bien. Y yo quiero ser parte de ello, y que la gente sepa que soy parte de ello. Quiero que el sudor y sangre que he derramado durante todos estos años no sea en vano. Dejar algo, una base, un cimiento sobre el cual los que vengan después puedan construir. Y quiero que sepan que fue gracias a mí.

Aquellas palabras no habían sido ensayadas, a diferencia de las demás. Désirée lo notó y, a pesar de no querer admitirlo, se sintió complacida. Justo, a pesar de ser una espina en el costado, aún conocía su vocación, eso que tantos otros, quizás también ella, habían olvidado ya. Porque la avaricia ciega a la pasión, y la envidia mancha de forma indeleble todo aquello que es pulcro y noble.

―Odio cuando te pones así de cursi ―pronunció la doctora finalmente, guardándose todos sus pensamientos y frotándose la nuca―. Pero que quede algo bien claro, Justo. Yo no asumiré ninguna responsabilidad innecesaria. Diré que me apuntaste con una pistola para que firmara si es preciso, ¿de acuerdo?

Justo asintió rápidamente, con un súbito brillo en la mirada.

―Y tampoco te emociones, que todavía necesitas el O.K. de laboratorios y que tu... sujeto pase las pruebas. Haz que se reúna con la psicóloga y que redacte la carta para que yo también la firme.

Justo volvió a asentir, sacando de su maletín otro folder repleto de autorizaciones y formatos que Désirée firmó sin leer, pues ya se los sabía prácticamente de memoria. Luego, le dedicó una breve sonrisa y salió corriendo de su oficina, con miles de pensamientos revoloteando en su cabeza. Iba a ser un día largo, y tenía que darse prisa si quería hacerlo rendir.

Justo había catalogado aquel como el mejor escenario, sin saber que mucho tiempo después se daría cuenta que lo mejor habría sido que Désirée le hubiera cerrado en su cara las puertas de su oficina.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora