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El tiempo es el único enemigo imposible de vencer. La vida avanza, dando pequeños pasos día a día pero que, al mirar hacia atrás, se asemejan más a saltos agigantados. Así se sentía Andrés seis meses después de la muerte de Santiago. Seis meses después de haber empezado su nueva vida.

Justo lo sacó del hospital y lo cuidó, tal y como había prometido. Lo alimentó y lo vistió, y tan sólo tres noches después se metió en su cama a media noche y lo desvistió. Andrés quería negarse; el recuerdo de Santiago seguía vivo, al menos en su memoria. Las imágenes de su primera y última noche juntos lo asaltaban todo el tiempo, haciéndolo sonreír y después romper en llanto. Sin embargo, no pudo decirle a Justo que no. Por alguna razón, sentía que se lo debía. Jamás le cruzó por la cabeza que aquel hombre, letrado y estudioso, rubio y de ojos claros como las estrellas de cine, intentara aprovecharse de él.

Pero lo cierto es que Andrés sabía muy poco del mundo, y su ignorancia hizo abrir los brazos y recibir los besos de Justo, que, aunque apasionados, se sentían insípidos al compararlos con los de Santiago. También abrió sus piernas y lo abrazó por la cintura, y Justo pensó que jamás se había sentido tan vivo, mientras Andrés cerraba los ojos, adormecido. Ningún gemido de placer salió de su boca aquella noche, ni ninguna otra noche después de esa. A veces, cuando Justo lo hacía ponerse boca abajo, Andrés enterraba el rostro en la almohada y lloraba en silencio, evocando el rostro de Santiago que cada vez le parecía más distante y difuso.

Justo en verdad quería a Andrés, y lo cuidaba como a su tesoro más preciado. Lo deseaba tanto que cada instante sin él parecía durar una agonizante eternidad, y en cada rostro anónimo buscaba sus ojos o su sonrisa. Pero Justo no amaba a Andrés; simplemente buscaba en él la inocencia que había sacrificado por ser siempre el primero de su clase, o la juventud que había perdido por estar todo el día frente a sus libros y toda la noche trabajando para pagarse la universidad. Buscaba en él todos los amores que había dejado ir por poner primero su carrera y su ambición, todo para terminar como un empleado más en un hospital cualquiera.

Y fue así como ambos desarrollaron una especie de codependencia, pues Andrés sentía que le debía a Justo su vida, y Justo sentía que estar con Andrés era su última oportunidad para sentirse joven y amado de nuevo. Ambos coexistían en armonía, charlando sobre lo que fuera, como cualquier pareja que llevara años viviendo en una cómoda monotonía. Cuando Justo salía muy tarde y llegaba cansado a casa, Andrés siempre lo recibía durmiendo desnudo entre las sábanas, para que cuando él entrara pudiera hacer con su cuerpo lo que quisiera. Muy pocas veces era consciente del acto en sí, pero siempre agradecía que Justo lo despertara y lo sacara del mundo de pesadillas al que viajaba cada vez que se acostaba a dormir.

Tras seis meses de todo ello, Andrés ya había aprendido a cocinar, lavar la ropa y barrer el piso, y siempre mantenía impecable el modesto departamento en el que ambos vivían. Justo no se lo exigía, pero estaba agradecido y, de vez en cuando, tomaba parte de su sueldo en los días de paga y le compraba algún regalo, ya fuera un libro, unos zapatos o simplemente unas flores para adornar la mesa en la que comían juntos.

Aquella noche, Justo llegó con flores. Un pequeño ramo de gardenias blancas, que pronto inundaron la sala con un dulce y penetrante aroma. Andrés estaba de pie frente al fregadero, lavando los últimos trastes que había ensuciado mientras cocinaba.

―Hola, mi amor ―suspiró Justo, abrazando al muchacho por la espalda. Tras darle un corto beso en la nuca, se separó y dijo―: Ten. Te traje estas.

―Gracias ―dijo Andrés, alzando ligeramente sus cejas. Aquello era lo más parecido a una sonrisa que podía dirigirle a Justo―. Dámelas, les voy a poner agua.

Justo le entregó el ramo y acarició su cabellera.

―¿Qué hiciste para cenar? ―preguntó, quitándose la bata y colgándola en el perchero de metal que había junto a la puerta.

―Enchiladas ―respondió Andrés, mientras sacaba de una repisa de madera blanca un diminuto florero de cristal adornado con un lazo color dorado.

―¿De mole? ―Justo se recostó en el sillón azul marino de la sala y colocó su maletín de cuero negro sobre su regazo.

―Sí, por supuesto ―Andrés caminó hasta la mesa del comedor y dejó el florero sobre el mantel blanco, tejido a mano por la abuela de Justo.

―Eres el mejor ―Justo sonrió y comenzó a revisar sus expedientes, a separar cientos de hojas y a clasificar cada documento por el nombre de cada paciente.

Andrés bajó la cabeza y se mordió el labio inferior. Rápidamente puso la mesa y llamó a Justo a comer, quien se tardó alrededor de diez minutos en hacerle caso y, cuando se sentó, sus enchiladas ya estaban frías. Sin embargo, no las calentó. Tenían que ahorrar gas.

Habló durante otros diez minutos sobre su día, sobre cómo había intentado avanzar en su investigación sobre genética pero no había podido por tener tanto trabajo, y sobre cómo tendría que viajar a la capital cuando la terminara, pues ninguna de las revistas científicas de Monterrey "estaba a su nivel". Andrés se estremeció al escuchar eso último.

―Yo no voy a ir allá ―sentenció severamente, levantándose y llevando su plato de vuelta a la cocina.

―¿Por qué no, amor? ―inquirió Justo con el ceño fruncido.

Andrés talló su plato durante un momento, pero luego se detuvo y suspiró.

―No me gusta. Hay mucha gente ―dijo sin voltear―. Oye... estaba pensando en que a lo mejor yo también debería entrar a trabajar. Siento que no te ayudo en nada estando aquí todo el día. No quiero ser un parásito.

Justo sonrió y negó con la cabeza.

―No digas eso, amor. Me ayudas demasiado, en serio ―dicho esto, Justo volteó a verlo―. Eres más de lo que merezco.

Andrés apretó los puños. Su voz comenzaba a temblar.

―Pero podría hacer más. Podría ayudarte con los gastos. En serio, sólo préstame el periódico y...

―Basta, Andrés ―espetó Justo, con una voz inusualmente seria y fría―. No quiero que salgas a la calle ni que algo malo te pase. No necesitas estar en ningún lado más que aquí, ¿me entendiste?

Andrés tragó saliva, asintió y no dijo más. Discretamente se limpió las lágrimas del rostro y siguió lavando. No era la primera vez que sugería algo similar, y tampoco la primera vez que obtenía esa respuesta. Pero mientras él no trabajara y no pudiera solventar sus gastos, no podría abandonar a Justo. Seguiría atado a él por siempre, y Justo lo sabía. Esa era la razón por la que no lo dejaba trabajar ni salir de casa. No podía siquiera imaginar cómo sería su vida sin Andrés. No podía dejar que se fuera o que alguien se lo arrebatara. No lo permitiría.

Esa noche, Justo se cogió a Andrés con más fuerza que nunca, descargando su ira en cada embestida, en cada choque de sus muslos contra las nalgas de su amante. Y Andrés tuvo que morderse el brazo para que Justo no lo escuchara llorar, por error haciéndolo creer que lo estaba disfrutando. Justo se vino casi de inmediato dentro de él y se acostó a su lado, dándole la espalda. Andrés, por su parte, siguió llorando en silencio, prácticamente sin moverse, contemplando cómo la luna llena se ocultaba tras las nubes a través de su ventana.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora