VII

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La mañana llegó acompañada de una suave brisa y un cielo despejado. Santiago y Andrés se vistieron rápidamente y enfilaron hacia la carretera una vez más, no sin antes despedirse de Miguel. Santiago le había prestado una gruesa chamarra de cuero a Andrés, quien la llevaba felizmente aunque le quedara enorme. Su olor hacía que el recuerdo de la noche anterior se prolongara. Su cabeza aún estaba por las nubes.

Las horas pasaron y el viento dio paso a un sol implacable y abrasador, pero, aún así, Andrés no se quitó la chamarra. Santiago se burló de él mientras avanzaban por un pasaje estrecho entre las montañas.

―Cuando lleguemos a Monterrey te vas a asar ―rió, con una mano sacudiendo el cabello de Andrés―. Además, te ves muy bien sin ropa.

Andrés aún no había asimilado del todo el hecho de que se había acostado con otro hombre. Aquel comentario lo tomó desprevenido e hizo que se sonrojara y clavara la vista en la ventana. Santiago suspiró, pero no pudo borrar la enorme sonrisa de su rostro.

A medida que el día avanzaba ellos se iban conociendo más, revelando sus secretos y las partes ocultas de su ser. Santiago manejaba con gran pericia y nunca descuidaba el camino, pero siempre que podía colocaba su mano sobre la pierna de Andrés. Aquello parecía hacerlo sentir más a salvo que el cinturón de seguridad de su viejo camión. A Andrés no le importaba, aunque no dejara de sentir un abrumador cosquilleo en el pecho cada que Santiago lo tocaba.

Andrés comenzó a hablarle de lo duro que había sido perder a su único amigo y cómo aquello lo había hecho armarse de valor para huir. Santiago le dijo que había sido muy valiente, y después procedió a contarle que a veces se sentía muy solo, particularmente durante aquellos largos viajes en carretera. Sus únicos acompañantes eran las cintas de su estéreo y, de vez en cuando, uno que otro chico que le ofrecía pasar la noche a cambio de que lo llevara a la ciudad. Andrés le pregunto si aquello no le asustaba o si alguno de ellos no había intentado hacerle algo, y Santiago se limitó a responder que, en ocasiones, la soledad es incluso más poderosa que el miedo.

―Pero ahora ya no tendré que hacerlo nunca más ―concluyó él, confiado―. Contigo ya no habrán noches solitarias en casa, y podré aguantar hasta el más largo viaje sabiendo que tú estarás ahí, esperándome.

A pesar de que acababan de conocerse, aquello no asustó a Andrés, sino todo lo contrario. Con cariño posó su cabeza sobre el hombro de Santiago y acarició su fuerte brazo durante un largo rato, hasta quedarse dormido. Tener una vida, un techo, una cama, comida y alguien que se preocupara por él... todas esas cosas había anhelado en el pasado, y el saber que estaba a punto de obtenerlas lo hacía querer llorar de felicidad.

Santiago seguía sonriendo. ¿Hacía cuánto tiempo que no se sentía así? Tan feliz, tan... completo. Debían haber pasado meses. Años quizás. El tiempo es difuso cuando pasas horas contemplando una carretera que parece nunca acabar. Pero ahora sentía que, finalmente, estaba llegando a su destino. Quizás Andrés sería el remedio para todas esas noches de insomnio y de dar vueltas sobre una cama vacía.

Tan sólo por un instante, Santiago bajó la vista y despegó una mano del volante. Sus dedos acariciaron la mejilla de Andrés y luego apartaron los cabellos que habían caído sobre su frente. El sol comenzaba a despuntar sus últimos rayos en el horizonte. Monterrey estaba ya muy cerca; el Cerro de la Silla, majestuoso, lo anunciaba.

Pero durante ese único instante en que Santiago desvió la mirada, el camión de pasajeros que avanzaba en dirección opuesta frente a ellos viró bruscamente para evitar un enorme agujero en el asfalto. Las luces del vehículo cegaron a Santiago, quien intentó volantear hacia un costado para evitar una colisión frontal. Lo consiguió, pero sólo en parte.

Su último instinto fue el de colocar su brazo frente a Andrés para protegerlo.

El camión de pasajeros se impactó directamente con el camión de Santiago y trituró la mitad izquierda de la cabina. La mitad en la que él viajaba. Después siguió de frente y, al no poder frenar el impulso que lo movía, se llevó la barda de contención y se precipitó por el barranco. El camión de Santiago se detuvo varios metros adelante, pero logró mantenerse dentro de la carretera.

Aunque no de inmediato, varios vehículos comenzaron a poner sus luces intermitentes y a detenerse al costado del camino para llamar una ambulancia. Andrés despertó sólo segundos después del choque, pero no podía entender lo que sucedía. El cristal frente a él estaba completamente destrozado. El cofre del camión echaba humo, el cual hacía que los ojos y la garganta le ardieran. Su cuerpo entero se sentía adolorido, como si cada centímetro de su piel estuviera cubierto de moretones, pero al menos podía moverse. La cabina del camión se sentía diferente, más... ¿pequeña?

Entonces Andrés miró hacia su lado izquierdo, pero inmediatamente deseó no haberlo hecho. Porque al voltear, los ojos sin vida de Santiago le devolvieron la mirada.

Se veía completamente aterrorizado. De su nariz, sus oídos y su boca escurría sangre. Su frente y sus mejillas estaban llenas de pequeños cortes que le habían causado los restos del parabrisas al clavarse en él. El volante se había encajado completamente en su pecho, y su cabeza colgaba por encima. El asiento y el tablero del camión habían triturado prácticamente todos sus huesos por debajo del cuello, pero uno de sus brazos permanecía sobre la rodilla de Andrés. Solamente el brazo, arrancado del resto de su cuerpo durante la violenta colisión.

Andrés gritó como nunca en su vida lo había hecho. A pesar de que todo el cuerpo le dolía, sentía como si una enorme estaca de vidrio se hubiese clavado en su pecho. Tuvo que revisar dos veces antes de convencerse de que no tenía nada. Estaba bien. Y eso le causó una agonía mil veces peor.

Desesperado, Andrés comenzó a golpear la puerta del pasajero para poder salir. Un hombre lo había escuchado gritar e intentaba abrirla desde el exterior, pero ésta no cedía. Finalmente, tras un par de interminables minutos, la puerta se desprendió de la cabina y Andrés cayó de bruces sobre el pavimento. El hombre que lo había sacado intentó ayudarlo a ponerse de pie, pero él no se dejó. Simplemente se sacudió y siguió gritando. No podía dejar de gritar.

Todo su regazo estaba cubierto de la sangre de Santiago. La mitad de su rostro también. El hombre junto a él huyó despavorido, pidiendo ayuda a gritos.

―¡Hay uno vivo! ―decía―. ¡Aquí hay uno vivo!

Pero cuando los paramédicos llegaron junto al camión de Santiago, Andrés ya no estaba. Sus gritos, al igual que él, se habían perdido en la distancia.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora