XXII

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Ahí estaba, de vuelta en aquella oficina. Había pasado mucho tiempo, y de las paredes colgaban otros reconocimientos, y la alfombra también era diferente, pero el aura de la habitación seguía siendo la misma, si acaso un poco más sofocante. Aún olía a tabaco y a humedad, pero el rastro del perfume que Désirée usaba para ocultarlo se había desvanecido del todo. Justo se frotó las palmas en los muslos y se concentró en respirar para no ahogarse con sus propios pensamientos.

–Muy bien –dijo finalmente el hombre sentado tras el escritorio, bajando la carpeta sin alzar la mirada–. Esto es...

El hombre se llamaba Ricardo Duarte, y era la primera vez en su vida que recordaba haberse quedado sin palabras. Su voz temblaba ligeramente, así como su párpado derecho. Por supuesto que era imposible, pero ahí estaba la foto, junto al expediente del '94, y no podía quitarle la vista de encima. ¿Qué habría pensado Oscar Wilde?

–No puedo explicarlo –murmuró Justo–. ¿Qué se hace en estos casos?

El doctor Duarte meditó sus palabras mientras frotaba su bigote con una mano y se ajustaba los anteojos con la otra. Parpadeaba mucho, más de lo normal, como si inconscientemente buscara despertar.

–Me parece que ya tienes algo en mente, Justo. Por eso viniste.

Justo tragó saliva.

–Supongo que sí... –comenzó, pero un ataque de tos le interrumpió. Una vez se hubo recuperado, continuó–. Disculpa. Me pareció que quizás podría buscar una aplicación, con el respaldo del Instituto por supuesto. Si tú lo consideras...

–¿Aplicación?

El fantasma de Désirée se materializó en ese momento, y el eco de sus antiguos pensamientos acompañó a la voz de Justo al contestar.

[...] la avaricia ciega a la pasión, y la envidia mancha de forma indeleble todo aquello que es pulcro y noble.

–Sabes que esto vale una fortuna. Es la fuente de la eterna juventud. ¿Y si pudiéramos sintetizarlo? Hay laboratorios que darían lo que fuera por ello, firmas de cosméticos, ¡los peces gordos!

Justo tuvo que detenerse nuevamente para respirar. Tenía las manos entrelazadas con tal fuerza que sus nudillos estaban blancos, pero no había otra manera de disimular el temblor.

–Nosotros no hacemos eso –dijo el doctor Duarte con firmeza. Justo resopló por la nariz y esbozó una media sonrisa.

–No hay nadie más aquí, Ricardo. Tú sabes lo que hacen ahí abajo –su voz se había tornado más grave, cavernosa–. Diremos que lo desarrollaron estudiantes de la UNAM o el Politécnico, y si logramos ponernos detrás de alguna marca o algún laboratorio...

El doctor Duarte alzó la mano en señal de advertencia.

–Antes de que sigas, necesito que me escuches un momento –dijo, y Justo se detuvo en seco–. No es la primera vez que te presentas aquí ofreciendo un milagro, y la vez pasada eso casi te costó tu carrera. Por lo que sabemos, que te recuerdo es nada, esto puede tratarse de una mutación aleatoria e imposible de replicar: una singularidad. Y yo no pienso cometer los mismos errores que mi predecesora, ¿entendiste?

Justo alzó las cejas, sorprendido. No estaba molesto; de hecho, estaba complacido. Él mismo se había preguntado durante años porqué Désirée había confiado ciegamente en él. Quizás había sido el destino, preparando el camino para ese momento.

–No te preocupes, Ricardo. Yo tampoco cometeré los mismos errores –dijo Justo, y su mirada se desvió hacia la fotografía de Andrés que había tomado el día anterior–. Yo sé que necesitas evidencias. Te las daré. Sólo necesito que me des acceso nuevamente a las instalaciones –y al decir esto, señaló el piso bajo sus pies.

Su interlocutor suspiró profundamente y se quitó los lentes. Frotó sus sienes y sus párpados durante un buen rato, en el cual Justo no apartó los ojos de aquella fotografía.

–Está bien –dijo finalmente el doctor Duarte, y escupió apresuradamente el resto de sus palabras al ver que Justo se levantaba con sorprendente vitalidad y se dirigía a toda velocidad hacia la puerta–. ¡Pero no moveré un solo dedo hasta que vuelvas a verme con algo concreto, Justo! ¡Te lo digo en serio!

–Dalo por hecho –dijo Justo, más bien como si hablara consigo mismo.

No había terminado la frase cuando la puerta de la oficina se azotó detrás de sí. La silueta del doctor Duarte con las manos en alto en el cristal de la misma permaneció ahí, expectante y dubitativa.

[...]

El primer día me sacaron sangre. Me introdujeron en una máquina que hacía ruidos extraños. Volvieron a inyectarme. Fue un día largo.

Justo dijo que iban a curarme, y yo le creí. ¿Por qué no lo habría hecho? Él no podía descifrar mi mirada, y yo no podía leer su mente.

Las paredes me observaban; podía sentirlo. Los ojos rojos y parpadeantes de las cámaras en cada esquina de mi celda/habitación eran ineludibles.

Me veían ocultos detrás de sus gafas y sus cubrebocas, pero yo sabía lo que pensaban. Era un fenómeno de circo. Un animal de zoológico. Un monstruo.

Pero no me temían. Podía jurar que algunos me observaban con lujuria, esa que se funde peligrosamente con la avaricia.

Los lujuriosos normalmente no usaban batas blancas, sino trajes y corbatas. Los demás me veían con una mezcla de nerviosismo y curiosidad.

Y, sin embargo, ninguno de ellos lograba mantenerme la mirada durante más que unos cuantos segundos. El único que se atrevía era Justo.

Era imposible saber cuánto tiempo llevaba ahí encerrado. No recordaba la última vez que había visto el sol.

Una noche lo confronté. Le pedí que me mirara a los ojos y me dijera que en verdad estaba buscando una cura. Y así lo hizo, y yo volví a creerle.

La ciencia es lenta y la vida va muy rápido.

Habla por ti.

Al ver mi desesperación, intentó comprarme. "Remodeló" la habitación, me llenó de ropa de diseñador y comida de los mejores restaurantes, igual que antes.

Yo no rechazaba nada. Pero a pesar de que mi cuerpo no cambiaba, cada vez me costaba más trabajo reconocerme al contemplar mi propio reflejo.

Odiaba mi vida. Detestaba el sonido de las ruedas de la camilla. Abominaba el olor a desinfectante. Aborrecía el tacto helado de la plancha del quirófano.

A pesar de que ya casi no lloraba, siempre cargaba en mi espalda un peso abrumador y sentía un profundo vacío en el pecho.

Varias veces llegué a pensar que en verdad había muerto durante el experimento, y que aquello era el infierno. Mi infierno.

Santiago había abandonado mis ensueños. Supuse que estaba molesto. Después de todo, yo había roto mi promesa de reunirme con él hacía años.

Sin embargo, cada vez que veía las navajas de mi rastrillo o el frasco de pastillas para dormir junto a mi cama, un miedo irracional se apoderaba de mí y me paralizaba.

Todas las noches le pedía perdón por ser tan débil, para después irme a dormir esperando que volviera a aparecerse.

Amar a un fantasma resultaba agotador, pero yo jamás dejé de hacerlo.

Y finalmente, la noche en que Santiago regresó, y entre sueños yo corría para alcanzarlo en un laberinto de paredes negras y luces rojas, Justo irrumpió en mi habitación de golpe.

AnestesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora