Capítulo IV: Sentimientos

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Una noche larga, la lluvia está cesando.

¿Cuántos acontecimientos relevantes pueden ocurrir en un par de horas?
Demasiados.

Pero no uno como este. Uno donde la silenciosa madrugada está siendo su aparición y es testigo de la escena que se da en el punto donde el norte, sur, este u oeste se dispersan. Un cyborg en su oficina —tallada de poder y lujo— está a punto de hacer algo relevante. Se desvía del sistema. Toda una torre de siglos de entendimiento y perfeccionamiento por parte de las máquinas se está por desestabilizar. Sobre un escritorio gris a lado de una caja de música antigua está un arma de la época humana. Esta está cargada con una bala.

El cyborg se dirige hacia los grandes ventanales. Ve las últimas luces del perímetro ser desactivadas. Oscuridad. Vacío. Mucho más que eso se encuentra en su procesador. Desear sentir como los humanos conlleva un precio. Años tras un escritorio. ¿Cuál es mi sentido en la vida? O diría, ¿propósito? Las máquinas tienen programado su meta y no hay desviación en ella, pero... ¿Un cyborg? Ellos son distintos. Se le adjuntaron capacidades humanas tan realistas. Demasiadas, podría ser. Demasiadas para que lo lleve a devolverse al escritorio.

Mira atento el objeto. Lo toma en sus manos y vuelve hacia los ventanales. La vista es impresionante. Carente de luz, pero las estrellas hacen lo suyo. Iluminan lo necesario, además de su oficina que aporta con algo de luz tenue que ha programado para la ocasión. El ambiente idóneo. Uno melancólico.

Retira el seguro del arma.

La lleva hacia su sien.

El último suspiro.




Dispara.

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