Capítulo XXIII: Esclavos

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Paula.

Sugar se detiene a medio camino. Nadie conoce su nombre excepto su hermana. Nadie que puede existir en esta época. Pero esa voz. Esa que se lleva en un arrastre efímero y melancólico su nombre, para desaparecer en el fondo de su memoria, la obliga a cuestionarse si se está volviendo loca o son los delirios del caminar en lo que su visión relaciona el panorama a un desierto. Siente la boca seca, ampollada y le cuesta respirar. El sol azota contra su piel. Solo le queda aprovechar su pausa para respirar hondo y tomar impulso.

—¡Vamos! —interrumpe el cyborg, que la tiene como prisionera, empujándola hacia delante— ¡Continúa!

Tropieza con la espalda de Drago. Quien su fuerza no lo deja perder equilibrio a pesar de tener atadas las manos hacia atrás y estar conectado con la humana por la misma cuerda. Mira de reojo a Sugar. Ella se recupera y sigue su paso.

—¿A dónde nos llevas? —pregunta Drago, con el fin de llamar la atención del cyborg hacia él.

—Entre más corto sea el banco de información que te proporcione, menos tendrás para utilizar aquello en mi contra.

—¿Al menos este camino tiene un fin? —interrumpe Sugar, cansada de quedarse callada y seguir con el rol de una mascota cuando está viendo que, de alguna u otra manera, está lejos del lugar donde se sigue esa regla.

—¡Vaya! —suelta León, sorprendido en cierta medida al confirmar que la mascota es diferente a su clase.

Porque hay otros humanos.

Otros de quienes se le está prohibido hablar.

Es la primera que conoce que tiene el servicio de mascota al que su código, su apariencia y su capacidad de comprender es diferente. Ella está tan cerca de los innombrables y tan lejos de cualquier juguete de carne que tiene cada cyborg en sus hogares.

—¡Cállate, Sugar! —recrimina Drago— Se te tiene prohibido hablar.

—¡Oh, no! —exclama León, en tono burlesco, ubicándose a lado de Sugar sin dejar de apuntar su arma hacia Drago— ¿Acaso ya les dieron más acceso a las mascotas en el uso de sus capacidades cognitivas?

Sugar lo mira de reojo.

¿Cuánto limitaron los robots a los humanos? ¿Cuánto el humano se dejó limitar por el robot? Se cuestiona la humana. Es como todo aquello que el humano descubre... le da nombre,  lo explota solo hasta que ya no quede nada. Entonces, aquello se vuelve en su contra.

—¿A qué lugar nos llevarás? —suelta Sugar, finalmente.

—Bueno, ¿ves lo que hay ahí en frente? —dice León, apuntando con su arma hacia una especie de montaña formada con gigantescos pedazos de piedras calizas—. Ese lugar es donde vamos.

Sugar se mueve hacia su izquierda para divisar mejor el sitio debido a que Drago obstruye la vista con su cuerpo. No accede a preguntar más. Solo se queda fascinada a medida que se van acercando al sitio. El aire se siente más limpio. Y no encuentra explicación para eso en un sitio donde el viento alza la arena y se vuelve parte de su oxígeno.

—¡Alto ahí, cyborg! —ordena León, colocándose inmediatamente por delante de Drago.

Tanto Drago como Sugar detienen sus pasos. Miran hacia León que avanza con cautela hacia el frente. Específicamente hacia un lirio aferrado al suelo. Uno de plata que comete ese propósito de adorno resplandeciente entre la nada. León se acerca y se agacha para hacer algo que amplia la mirada de sus esclavos.

Se lleva el pulgar de su mano derecha a su boca y hace una minúscula herida. No destila sangre roja artificial. Lo que sale de la herida es una gota de color negra que cae en el centro del lirio. León se levanta. Y la flor empieza a brillar, emanando de sí unas luminosas partículas de luz. Esporas. Las mismas que Sugar recuerda haber sido envuelta antes de aparecer junto a Drago en aquel cementerio de máquinas de transporte que dejaron atrás.

—¡No se muevan! —ordena León, dejándose atraer por la maravillosa función—. Dejen que la red los envuelva.

Y sucede.

En un instante están rodeados de pequeñas luces y al otro —en un parpadeo— se materializan ante el interior de lo que simula ser la construcción de una red de panal dorada gigantesca en formas de placas. Ambos esclavos parpadean atónitos de tal maravilla, pero el cyborg, que les da el honor de pisar los suelos sagrados de tal sitio se prepara para la verdadera realidad.

—¡Valkiria! —exclama León, mirando hacia los lados.

Los esclavos se confunden ante su reacción. ¿A quién llama? Se cuestionan tanto Drago como Sugar. Entonces, el panal se desvanece, dejando expuesta la miseria en la que viven ciertas máquinas.

—¿Dónde estamos? —suelta Drago, arrastrando sus palabras al recorrer su vista por la zona.

León se voltea hacia sus esclavos.

—Estamos en el verdadero Pueblo Rojo —anuncia, enganchando su arma hacia su espalda.

Lo que parece la entrada a un túnel gigantesco de una mina es más el pasillo del hogar de las máquinas inservibles para la red roja, o como esos se llaman "renegados". León incita a que avancen sus esclavos en línea recta a través de las máquinas que disimulan su curiosidad por los "nuevos". Unos cyborgs con partes mutiladas de su ensamblaje y otros, llevando expuesto sus circuitos por la ausencia de piel artificial. Algunos con apariencia jóvenes, otros con adaptaciones en su rostro que cubren su rasgo facial. Pero la parte más difícil de la observación de Sugar es cuando se da cuenta de que hay máquinas simulando la apariencia de niños.

—Estaremos pronto en mi morada —comenta León, sabiendo que la humana es lo que necesita por ahora. Lleva su mano hacia el hombro de Drago para asegurar que avance tanto él como la mascota que está detrás, porque no tienen cómo escapar.

A medida que avanzan sus esclavos, éstos se percatan que en ambos costados del túnel hay especies de entradas tapadas con la chatarra del ensamblaje de lo que un día fueron el caparazón de los transportes en la época humana. Basura y más basura que dejaron tras su lucha.

—Esos huecos se les llama hogar —interrumpe el cyborg, dejando en claro que pronto estarán dentro de uno.

Aunque más allá, casi al final, hay una enorme ciudad pobre apuntando hacia arriba como especie de edificio.

Humano ®Donde viven las historias. Descúbrelo ahora