4. Caigo por él (literalmente)

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Decir que estaba nerviosa por mi primer día de clases era poco.

No conocía a nadie, ni tampoco había visitado el colegio antes. Ccomenzaba las clases un mes tarde y no tenía un teléfono en el que refugiarme si las cosas salían mal.

—Al menos pude cargar esta mierda —murmuré mientras conectaba mi MP5 a los cascos que colgaban de mi cuello.

—¡Sophie!

—¡Ya voy!

Cerré la mochila de un tirón y corrí hacia las escaleras. En el camino tropecé con una caja de ropa y otra caja con libros. Mis cosas estaban esparcidas alrededor del colchón que a duras penas pudimos subir la noche anterior.

Bajé corriendo hasta la planta baja, donde papá me esperaba mientras mirada su reloj de muñeca. El traje que llevaba puesto, a diferencia de mi uniforme, estaba perfectamente planchado, porque él se había quedado despierto hasta la madrugada para asegurarse de que todo estuviera en orden para hoy.

Yo, por el contrario, estaba tan cansada que sólo pude hacer mi cama y echarme a dormir. Lo cual fue una mala decisión, porque tuve que correr toda la mañana de un lado al otro buscando mis cosas para el día de hoy.

—Mira ese uniforme —Me regañó papá en cuanto llegué a su lado..

Me acomodó la corbata, pero no se tomó mucho tiempo. Fue como un "que sea lo que tenga que ser, porque hasta aquí puedo ayudarte, nada más".

Pasé una mano por mi falda escocesa para alisarla, sin mucho éxito.

No estaba acostumbrada a asistir a una escuela que requiriera uniforme y mucho menos a planchar mi ropa para ir a estudiar.

—Ten —papá abrió el bolsillo de mi mochila y metió algo dentro. Supuse que era dinero—. Cómprate el desayuno cuando llegues. No hay tiempo para comer.

—Qué buen ejemplo —bromeé, pero lo seguí fuera de la casa, rumbo al auto.

El viaje fue igual de caótico que mi mañana. Estuve todo el camino peinándome frente a un espejo de mano que había metido en mi mochila. La humedad de esta ciudad me había dejado el cabello esponjoso y sólo atiné a solucionarlo con dos trenzas pequeñas en la coronilla que até detrás de mi nuca para simular una corona.

Cuando por fin llegamos, papá casi me pateó fuera del auto.

El instituto Louis Saint Laurent era lo suficientemente grande como para ocupar toda una manzana. Su edificio, de arquitectura gótica, destacaba entre los rascacielos de la ciudad: Entradas enormes con forma de arco, escaleras de piedra y ventanales delgados y largos que recubrían todas las paredes. Más que parecer una institución educacional, se veía como una catedral.

Corrí justo cuando el conserje estaba cerrando el portón que daba a la acera y entré. Subí los escalones anchos y atravesé las enormes puertas de madera pesada. Los pasillos eran gigantes, pero estaban desiertos, y mis pisadas resonaron por todo el lugar.

Saqué el papel de mi mochila con los horarios y los números de los salones, le pregunté al conserje dónde podía encontrar el que me habían asignado y volví a correr.

En la primera hora de los lunes tenía matemáticas. La mejor manera de comenzar la semana.

Llegué a la puerta del salón en lo que me pareció menos de un minuto y la abrí. Me sorprendió la fuerza que tuve que emplear para poder moverla.

El sonido hizo que todo el salón guardara silencio y me mirara.

Habían muchos más estudiantes de los que esperaba. Los pupitres, de madera, no eran individuales, sino de a dos. Se veían tan antiguos como todo el edificio.

Cambio de corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora