14. La fiesta

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El tren arribó a mi antigua ciudad casi al mediodía del sábado.

Con sólo una bolsa con dos mudas de ropa y un sueño, bajé a la estación y me moví con la masa de personas que avanzaba hacia los molinetes.

En el techo y sobre las farolas las palomas ululaban con curiosidad, probablemente impacientes para que abandonáramos el andén así ellas podrían bajar otra vez a comer las migajas que le lanzaban los pasajeros que aguardaban por su tren.

Intenté dormir durante el viaje, pero los asientos, incómodos, me mantuvieron despierta en todo momento. Ahora, bostecé e hice girar el molinete antes de entrar a la terminal.

La terminal se encontraba dentro de un edificio antiguo, de la época colonial, que había sido remodelado y modernizado en su interior. Del techo blanco colgaba un reloj gigante de aspecto antiguo cuya utilidad, gracias a las enormes pantallas sobre la boletería, era obsoleta. Las paredes, de un gris claro, mostraban enormes columnas que marcaban las entradas a las tiendas, los baños y los restaurantes.

—¡Sophie!

Una silueta negra levantó los brazos.

Pasé entre dos bancos de madera y encontré a mi madre parada junto a la tienda de bolsos. Su abrigo, negro, era del mismo color que su corto cabello y sus pantalones de vestir. En cualquier otro entorno se habría visto como una sombra, pero aquí, rodeada de personas ajetreadas que iban de un lado al otro, parecía parte del paisaje.

Mamá me estrujó en un abrazo cariñoso antes de dejar un beso en la coronilla de mi cabeza. Su perfume, caro y fuerte, de repente me sofocó.

—¿Cómo estuvo tu viaje? –Tomó mi rostro y lo apartó para examinarlo desde todos los ángulos—. ¿Desayunaste? Dime que tu padre no te trajo sin comer.

—Ya desayuné —dije—. Pero tengo hambre otra vez.

Papá me había comprado masas dulces en el camino hacia la terminal y casi me empujó dentro del tren sin despedirse, porque llegaba tarde a una reunión.

Por un instante me sentí de nuevo como una niña, cuando mis padres recién se divorciaron y me lanzaban de una casa a la otra, y del auto de uno al del otro con prisa y sin temor de abollarme.

—Bien. Comeremos primero y luego nos encargaremos del resto.

Mamá ni siquiera esperó mi respuesta. Cerró su mano alrededor de mi brazo y me arrastró hasta su lujoso auto negro, estacionado a varias calles. Una vez dentro, comenzó a hablar sin parar: Sobre ella, sobre lo que estuvo haciendo estas semanas, sobre las aventuras de su gato y las últimas conversaciones con su pareja.

No recordaba que mamá hubiera sido así de energética antes. Es decir, ella siempre tuvo uno o dos tornillos mal acomodados, pero ahora mismo no sabía si su monólogo era tan apasionado porque me extrañaba o, por el contrario, porque el tener a su hija lejos la había revitalizado de alguna manera.

—...Y yo le dije a Joseph que una película de terror no necesariamente debe dar miedo. Puede generar incomodidad.

Aparté el rostro de la ventanilla del auto en cuanto tocó un tema que a mí me interesaba. No es como si no me importara saber de ella, pero me decía tantas cosas en tan poco tiempo que me veía en la obligación de ordenar toda la información según su prioridad. Y las películas de terror estaban, por supuesto, encima de todo.

—Pero depende del tipo de incomodidad —dije—. Hay películas que te incomodan y hay otras que, además de incomodar, te hacen temblar de ansiedad.

Mamá movió su cabeza de un lado al otro, como si estuviera sopesando esta información, y yo aproveché para volver a ver por la ventana.

Pese a ser una ciudad, al igual que el lugar donde ahora vivíamos papá y yo, este lugar y el otro tenían sus diferencias. Aquí el aire parecía estar más viciado, tal vez porque había mucho más rascacielos que allá, o por el tráfico. Las fachadas de los edificios y las casas, también, eran completamente diferentes. Allí todo tenía un aire más antiguo, había más edificios históricos y calles adoquinadas. Aquí, todo era gris.

Cambio de corazónWhere stories live. Discover now