CAPITULO VII -Mía.

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¿Cuatrocientas onzas?

Mi mente no daba crédito. Dios acababa de salvarme, es decir, alguien había dicho algo como para evitar que esa compra se cerrase pero nadie sabía quien. Lo que sí sabía, era que no estaba alucinando porque todo el mundo miraba a sus alrededores.

- ¿Disculpe, señor? -El presentador intentó de corroborar la oferta.

- Cuatrocientas onzas -reiteró la misma voz, con calma y sin titubeos.

- ¡Vendido! -gritó Wynn tras ponerse de pie, señalando a la nada, al fondo del lugar.

El presentador se mostró desconcertado, y algunos cuchicheos comenzaron a dispersar el ambiente. A mí no me importaba quién fuere. Si no iba a mirarme de la misma forma que el panzón lleno de anillos, ya podía comprarme. Todo con tal de alejarme de aquel viejo. Además, a Wynn parecía caerle bien también.

- Orden, orden, por favor... -pidió el subastador, con su martillo de madera en mano.

Todos regresaron a sus posturas normales, mas bien, normalmente forzadas, y prestaron silencio. Intenté ver a través de la oscuridad una vez más, pero no tuve éxito.

- Necesito saber su número, señor -indicó el presentador.

- Número once -respondió persuasivamente, como burlándose de la desconfianza que el presentador transmitía.

Él subastador se cercioró de que existiera el tal número once en una lista que tenía sobre el estrado y prosiguió.

- Muy bien, tenemos cuatrocientas onzas...

- ¡Cuatrocientas setenta! -soltó el viejo.

Suspiré abatida. Ya estaba comenzando a desesperarme. ¿Acaso no pensaba olvidarse del asunto? No había querido ponerme de pie, ¡¿y qué?! Estaba en todo mi derecho, maldita sea.

- Veamos si superas eso... -canturreó antes de encender un nuevo abano.

Por favor contrarresta, contrarresta..., comencé a pedirle en mi mente al sujeto que, según mi instinto, sería menos mortal que el viejo morboso. Bajé mi mirada y la dejé sobre mis dedos que nerviosamente jugueteaban entre ellos, ansiosa de que la tortura mental terminase.

El silencio me mató.

- Bien, tenemos cuatrocientas setenta. Cuatrocientas setenta a la una...

No otra vez, pensé en cuanto oí al presentador. Por favor...

Cerré mis ojos con fuerza. Sentía que la cuenta hasta tres era en realidad una cuenta regresiva para dejar caer una guillotina sobre mi propia cabeza.

- Cuatrocientas setenta a las dos...

- Aprenderás a respetarme -se jactó el viejo.

Abriendo mis ojos, percibí que Wynn estaba al borde de un ataque, mas se mantenía mudo.

¿Cómo podían permitir que alguien así comprase un Proguer? Seguramente, a pesar de ser el director, Wynn no podía controlar muchos aspectos del sistema y dejaba entreverlo con su preocupación por el bienestar de todos.

- Cuatrocientas...

- Mil onzas -se oyó desde el fondo.

¿Qué?

Todos quedaron pasmados.

Incluso yo.

- ¡Vendido! -volvió a gritar Wynn pero, esta vez, no tomó asiento.

- Señor -el presentador se dirigió a Wynn –, no puede...

- No me interesa, soy el jefe. -Wynn silenció al hombre y, entre medio de tanto revuelo, subió al estrado, hizo a un lado al presentador y se apoderó del micrófono-. ¿Y bien, señores? ¿Tenemos un trato? ¿Alguien da más de mil? -Miró a todos en la sala-. ¿No? ¿Tú tampoco, gordo? -señaló al viejo que estaba fundido en cólera-. Genial. Mil a la una... -enfatizó-. Dos y tres, listo: vendido al número once- concluyó rápidamente, saliendo del estrado de inmediato, en medio de los aristócratas estupefactos que no comprendían lo que estaba sucediendo-. ¡Vámonos antes de que nos maten! -chilló en cuanto sujetó mi mano.

2033Donde viven las historias. Descúbrelo ahora