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Brid


Desde hace un buen tiempo, debido a mi percepción decadente de la vida, había deseado una sola cosa con toda mi alma: morir. Algo fuera de lo común, ¿no? Mientras otras personas deseaban un auto nuevo, la casa de sus sueños, conseguir un gran trabajo o la oportunidad de mudarse a su país favorito, yo solo anhelaba que la muerte viniera por mí lo antes posible. Lo peor de todo era que no podía llegar hasta mi deseo, ya fuese por temor a hacerlo o por el pesar de causarle tal sufrimiento a mi papá. Él era mi única familia y viceversa; por tanto, lo sumiría en una total desolación si, de la noche a la mañana, dejara de estar a su lado.

     Sin embargo, por mucho que quisiera encontrar algún motivo para seguir viviendo, no me quedaba más alternativa que resignarme a mi realidad, la cual era que mi vida había dejado de tener sentido para mí. En verdad, no me encontraba bien en ningún lugar, no tenía deseos de relacionarme con los demás y, en particular, me daba pereza levantarme de la cama y llevar a cabo las actividades cotidianas. Aparte de eso, no había nada que me divirtiera, ni siquiera los entretenimientos básicos, como libros, películas, series o videojuegos. En resumidas cuentas, con apenas diecinueve años, me parecía que todo había acabado para mí.

     A veces, para no sentirme tan fuera de lugar, pensaba que, quizá, a todas las personas les pasaba lo mismo que a mí cuando llegaban a una cierta edad. No obstante, por otra parte, me daba la sensación de que este problema había llegado a mi vida demasiado temprano, o puede que no existiera un momento específico para sentirse así. En todo caso, supongo que era una desgracia que, siendo tan joven, estuviera en una situación como esta.

     Ahora bien, siendo franca, la idea de estar muerta no me asustaba. Esto se debía a que no creía en la existencia de nada después de la muerte. Nunca me tragué el cuento del cielo y el infierno. Me agradaba más la creencia de un sueño eterno, sin secuelas. El mejor regalo —o destino—, para todos, era volver a habitar lo que habitábamos antes de nacer: la inexistencia.

     Durante el último mes, la idea de suicidarme cobró más fuerza. Me vi en la necesidad de dejar mis estudios universitarios y, a causa de eso, me la pasaba todo el día en casa, encerrada en mis pensamientos. Desde luego, no fue difícil tomar la decisión de abandonar mi etapa universitaria, ya que, si ni siquiera podía lidiar con mi propia vida, era absurdo pensar en estudiar. Pero bueno, tengo que decir que nunca fui una estudiante brillante. En el instituto, solo me esforzaba por hacer lo justo para aprobar las materias. Y, en los pocos meses que estuve en la universidad, hice lo mismo.

     En fin, creo que queda claro que mi vida era patética. Demasiado, diría yo. No obstante, debo admitir que, a pesar de todo, sí podía rescatar una pequeña cosa buena. Resulta que todas las noches, tras asegurarme de que mi papá estuviera dormido, poco después de la media noche, salía de mi casa, me dirigía al centro del vecindario y me sentaba en un banco que se encontraba ahí. Me encantaba estar en medio de esa soledad, sin ver a ninguna persona por la calle. Asimismo, era placentero perderme en mis pensamientos con el silencio que reinaba a esa hora. Las primeras veces que fui, mientras pensaba, hice el ánimo de inventar razones para seguir viviendo, pero nunca se me ocurrió una que tuviera el peso de convencerme.

     Hoy tenía planeado regresar al centro del vecindario, pero primero me vi forzada a tener una plática con mi papá. El pobre estaba preocupado por mi salud mental. Mi mal estado era algo evidente y, por ello, me pidió que me volviera a tomar mis medicamentos, así como mi regreso a terapia. Yo, en realidad, no contemplaba asistir a otra sesión, porque sabía que no me ayudaría en nada. Y no le echaba la culpa a mi psicólogo; la cuestión era que mis ganas de vivir parecían irrecuperables.

­­     —Brid, no te ves saludable —me dijo mi papá, sonando preocupado y desesperado a la vez—. Necesitas volver a las sesiones con el psicólogo, por tu bien.

­     No me gustaba causarle preocupaciones a mi papá. Debía mantener la guardia baja y pretender que no me encontraba tan mal, por lo menos. Pero de nada me servía fingir si mi aspecto me delataba. Necesitaba mejorar en verme mejor, de lo contrario, mi papá se enfermaría por el estrés. Él, al tener diabetes, tenía prohibido aumentar los niveles de glucosa en la sangre, y la preocupación que yo le provocaba lo hacía.

     —No te preocupes, papá. Estoy bien, solo algo desarreglada. —A diferencia de él, yo adopté un tono despreocupado, y fingí una sonrisa que, al final, se terminó creyendo. Mi actuación fue digna de un Óscar.

­     Luego de que le dijera esto, se quedó lo suficientemente tranquilo para irse a dormir. Mi papá era una roca cuando dormía, lo que me otorgaba la ventaja no preocuparme por hacer ruido al salir de la casa. De modo que salía por la puerta principal y él no se daba cuenta en absoluto.

     Y ahora estaba aquí, sentada en el mismo banco de todas las noches. Pero, en esta ocasión, no me apetecía pensar en nada. Solo quería disfrutar del silencio, mirar el cielo e intentar realizar una actividad que me distraía mucho: formar constelaciones con las estrellas.

Más de allá que de acá ©Where stories live. Discover now