III

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Anoche no dormí a gusto y ni siquiera sé por qué. Quizá fue a causa de que un chico, que no había visto nunca por el centro del vecindario, se acercó a mí e interrumpió lo único que, en cierta medida, «disfrutaba». Al principio, cuando lo vi acercándose a mí con lentitud, me generó algo de miedo, teniendo en cuenta que a esa hora había más maldad que bondad en las calles. Además, era el doble de alto que yo y toda su vestimenta era de color oscuro. Pero, a fin de cuentas, no parecía ser una mala persona; solo quería saber si todo andaba bien. El caso es que yo no tenía intenciones de hablar con él —ni con nadie, en realidad—, así que, por educación, me limité a responderle un par de veces y me regresé a mi casa.

     Cuando me levanté por la mañana, sentí la típica fatiga de todos los días. Salí de mi habitación, fui al baño y pude percibir el silencio que envolvía la casa. Mi papá se había ido a su trabajo hace unas seis horas. Y, dado que yo me levantaba después del mediodía, no era habitual que coincidiéramos en las mañanas. 

     Por un momento, tuve la intención de ir a la cocina en busca de algo para comer, pero no tenía las ganas ni el hambre suficiente para bajar las escaleras. Me levanté como si, el día anterior, hubiese corrido una maratón.

     Una vez que volví a mi cama, encendí mi televisión, abrí la aplicación de Spotify y puse música depresiva. Desde que empecé a tener pensamientos suicidas, me interesé por canciones que trataban este tema, y descubrí varias que consideraba unas obras de arte. Las que más me gustaban eran I Always Wanna Die (Sometimes) de The 1975 y Fade to Black de Metallica.

     Al oír esta música, me imaginaba el día en el que, por fin, encontraba el coraje para terminar con mi penosa vida. No obstante, a pesar de que me imaginara múltiples escenarios, aún no tomaba la decisión de cómo hacerlo. Por ende, me veía en la necesidad de idear un plan en la medida de lo posible.

     Durante la mayor parte del día, me la pasaba acostada en mi cama. Y, en muchas ocasiones, no solo no desayunaba, sino que también me quedaba sin ingerir alimentos hasta la noche, cuando mi papá regresaba de su trabajo. Por supuesto, debía comer en frente de él para evitar las pláticas que ya me tenían más que cansada.

     Pensé que me quedaría sin salir de mi habitación toda la tarde, pero el sonido del timbre me obligó a levantarme. Si bien no estaba en condiciones de atender a nadie, recordé lo que me dijo papá anoche antes de que se fuera a dormir. Me encomendó que, a lo largo del día, estuviera pendiente por si llegaba algún repartidor, pues él había encargado un paquete de herramientas. Entonces, teniendo en cuenta esta indicación, no tuve más opción que ponerme de pie e ir a verificar si era ese pedido.

     Llegué a la puerta y, en efecto, era el bendito paquete.

­      —Paquete para el señor Conner —dijo el repartidor, que era un chico joven.

     —Sí, está en el lugar correcto. —Me cubrí de la luz del sol con la mano porque estaba radiante.

     —Aquí tiene.

     Era una caja pequeña pero pesada.

     —Permítame que cargue la caja —agregó él al ver que yo apenas podía con ella.

     —Gracias, muy amable. —Le indiqué un lugar cerca de la sala de estar.

     —¿Está bien? —me preguntó.

     —Sí, ahí está bien.

     —No. ­—El chico colocó la caja donde le había dicho—. Me refiero a si usted está bien.

Más de allá que de acá ©Where stories live. Discover now