CAPÍTULO 29

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«Tenían que llamarse todos igual», protestó Nínive

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«Tenían que llamarse todos igual», protestó Nínive. Estaba recostada sobre la alfombra de su dormitorio. Ya había contado ocho reyes llamados Henry en Inglaterra, más cuatro en Francia, y sentía temor de preguntarle a Kina si ellos habían tenido monarcas llamados de ese modo y que ella desenrollara un pergamino de dos metros. La habitación estaba hecha un desastre; entre su trabajo como asistente y las averiguaciones sobre los asesinatos, Nínive apenas sí había tenido tiempo como para desempacar (su valija todavía estaba en el mismo rincón del primer día, abierta de par en par y toda revuelta).

Mordisqueó su bolígrafo mientras leyó por millonésima vez los textos que había fotocopiado con Jeff y Kina. Las posibilidades de predecir algo con esas pocas palabras eran infinitas; podía tratarse del número atómico del oro, la palabra áureo, la proporción áurea... Sentía que su cabeza estallaría en cualquier momento. Sin embargo, dio un respingo y todos sus músculos se tensaron al oír que alguien llamó a su puerta. Por si acaso, al ponerse de pie guio su mano al bolsillo de su pantalón, donde guardaba el bisturí robado que no pensaba devolver hasta que resolvieran los casos.

Se adosó contra la puerta y aguzó sus oídos.

-¿Quién es?

-Abre ahora.

Nínive frunció el ceño al escuchar la voz de DeBlanckfort. «¿Quién se cree que es? Bueno, sí, es un rey, pero...».

-¿En tu reino no conocen una digna palabra llamada «privacidad» o qué?

-Tengo el cambio de guardia a unos metros de distancia, Bryce. Abre. -Nínive hizo un mohín burlón hasta que DeBlanckfort añadió-: Por favor.

Sin dejar de sostener el bisturí con su otra mano, abrió la puerta y se sorprendió al ver que el heredero de los DeBlanckfort se coló dentro de la habitación ni bien la rendija se lo permitió. Fue DeBlanckfort quien se encargó de cerrar la puerta tan rápido como pudo y quedó pegado a la superficie, con sus ojos cerrados y su pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido una maratón. Nínive se forzó a dejar de contemplarlo cuando abrió sus ojos.

-Esto es una humillación total.

Nínive se atoró con su propia risa.

-¿Perdón? Tú solito te has metido aquí. Es más, me pregunto qué ha guiado a Devon DeBlanckfort, el «más puro de todos» a rebajarse hasta el punto de visitar los humildes aposentos del terrestre de la abadía. -Lo señaló con su barbilla-. ¿Te has quedado sin sangre en el refri? Porque yo no pienso ser donante.

DeBlanckfort arrugó el ceño.

-Comienzo a arrepentirme de haber pensado que eras la mejor opción.

-¿En verdad buscas comida?

-¿Qué? ¡No! -Devon se apartó de la puerta y se adentró en la habitación, rodeando la alfombra repleta de hojas y cuadernos sin dejar de observarlas-. Vine porque... necesito ayuda. -Apenas sí había pronunciado las últimas palabras.

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