CAPÍTULO 41

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Al pasar la página del antiguo Verum Illustratum, las motas de polvo se alzaron el vuelo y resplandecieron bajo los tenues rayos de sol que iluminaban el cuartel

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Al pasar la página del antiguo Verum Illustratum, las motas de polvo se alzaron el vuelo y resplandecieron bajo los tenues rayos de sol que iluminaban el cuartel. Pierrick vio con sus cejas blanquecinas juntas el contenido que solo podía ser visto el día y a la hora indicada. Lo inusual era la cantidad de sobres sellados en lacre: tres sobres, todos ellos con destinatarios diferentes, pero su intriga aumentó al distinguir que uno estaba dirigido hacia él: Grand Maestre, XXII V MMXVII, ahora.

Pierrick cogió el desgastado sobre, quebró el sello dorado y desplegó el papiro.

A ese que calla, hazlo callar hasta el atardecer.

Porque querrá hablar con el que no se calla nada,

y ese no tiene tiempo que perder.

Tiró su cabeza hacia atrás, preguntándose por qué el príncipe no tenía tiempo que perder. Uno de los sobres estaba dirigido precisamente al futuro monarca, pero tenía una hora marcada —ocho en punto de la noche— para ser entregado. Entonces le echó un vistazo a la tercera y última profecía: G. LeBlanc, XXII V MMXVII, cuatro de la tarde.

El prior frunció el ceño y miró su reloj de pared antiguo, al cual le restaba menos de medio minuto para dar las cuatro en punto. Por si acaso había abierto el libro a la hora equívoca, se puso de pie y caminó hasta la puerta, pero entonces oyó que alguien llamaba. Las comisuras de sus labios se elevaron casi de forma imperceptible.

—Joven LeBlanc —dijo ni bien se topó con el rostro sorprendido del profesor tras abrir la pieza de madera—. Por favor, entre.

Sin perder un segundo, se trasladó hasta su escritorio, cogió el sobre y se lo entregó al profesor, quien lo sostuvo entre sus delicados dedos justo cuando el reloj anunció las cuatro campanadas. «Misteriosa la forma en la que el universo funciona», pensó el prior.

El profesor, por su parte, soltó una sonrisa desganada.

—No entiendo por qué me sorprendo —expresó.

—Debo confesar que no es el único con una profecía el día de hoy. —Pierrick indicó los sobres sobre el Verum Illustratum—. Nuestro viejo amigo insiste en que, sea lo que sea que planea decirle al joven DeBlanckfort, debe esperar hasta el atardecer.

—Pero, Su Excelencia... —LeBlanc calló cuando Pierrick dejó una mano en alto.

—Bien sabes cuáles son las reglas. Sin importar lo difícil que sea, debemos seguir las instrucciones. Tú más que nadie eres consciente de los sacrificios requeridos. Si queremos triunfar, debemos respetar los tiempos.

El profesor soltó un suspiro que desinfló sus pulmones. Casi que sin ánimos, abrió la carta y desdobló la profecía que, como siempre, contenía un par de versos en cursiva. Pierrick prestó mayor atención cuando empezó a recitarla en voz alta:

Entrega ese artilugio cuando el sol caiga.

De lo contrario, la luna jamás volverá a verlo.

LeBlanc miró a Pierrick.

—¿Está seguro? Es algo importante, no sé si puede esperar.

—Ante la falta de conocimiento, usamos la fe, mi querido amigo. Solo podemos confiar; es lo que hemos hecho durante siglos.

El profesor, con expresión derrotada, asintió con su cabeza. Si haría lo que la profecía indicaba o no, Pierrick no lo sabía. Lo único que sabía era que había trabajado con ellas por decenas de años y nunca le habían fallado. Algunas veces eran demasiado crueles, otras eran una salvación, y algunas parecían insignificantes en el momento pero adquirían valor en el futuro. Así que no trató de pedirle silencio al profesor, ya que su profecía no decía nada al respecto. Lo dejó marchar, volvió a sentarse en su escritorio para redactar los comunicados pendientes vinculados a la universidad, y no llegó a escribir ni siquiera dos párrafos cuando la puerta se abrió. La doctora De-Ràzes ingresó al cartel a paso firme, quedando de brazos cruzados y ceño fruncido frente a él.

—Señora De-Ràzes. ¿A qué se debe su repentina visita? Por favor, tome asiento.

—No pienso tomar asiento —aseveró—. ¡¿Cuándo pensáis acabar con todo esto?! Tengo una investigación pendiente y un montón de colegas que no pueden entrar a la abadía porque a DeBlanckfort se le antoja seguir con el ridículo código rojo. Y no solo eso: como si fuera poco, Nínive está empecinada en colaborar en la investigación. Ya sabes lo que sucedería en caso de que muriera aquí mismo.

Pierrick dejó los dedos de sus manos juntos.

—Sería un gran conflicto, de eso no hay dudas. Sin embargo, sabes que no hay mucho que pueda hacer...

—¡¿No tienes ni un poco de piedad, Pierrick?! ¿Tan aferrado a esos textos estás? —De-Ràzes sacudió la cabeza—. Si la corona supiera el precio que habéis pagado con tal de mantener vuestros absurdos textos...

Cada precio —intervino Pierrick— fue pagado por decisión y voluntad propia. Entiendo que se muestre reacia, pero debe entender que, así como usted hace en el mundo científico, nosotros no podemos permitir que nuestras emociones interfieran en nuestros deberes como guardianes de las profecías. No importa cuán buenas sean las intenciones, ni cuanto se insista en cambiarlas; lo escrito, escrito está, señora De-Ràzes. Muchos trataron de ir contra el destino, mas no tuvieron éxito. El destino es como la muerte: se puede postergar, mas no evitar.

De-Ràzes tensó su mandíbula y le lanzó una mirada enfurecida al prior.

—Por el bien de tu institución y tuyo, espero no volver a oír sobre más muertos —masculló antes de darle la espalda a Pierrick, quien se sobresaltó al escuchar el portazo.

Sus ojos acuosos se asentaron en el documento a medio terminar. Sus recuerdos lo arrastraron siglos atrás, hacia las decenas de veces que había tratado de cambiar un fatídico desenlace. Desconocía la razón, pero ir en contra de los textos equivalía a intentar domar un tornado con las manos. Comprendía el enojo y el miedo de la doctora; sabía que en esta ocasión la muerte podría traspasar fronteras y exponer el reino entero, lo cual sería devastador. La muerte de Bryce no pasaría inadvertida del otro lado, por lo que hizo lo que siempre hubo hecho: encomendarse a los Dioses, rezar por la seguridad y estabilidad de Sangbièrre.

SangbìbiersWhere stories live. Discover now