Capítulo XI

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Llevaba varios días teniendo un sueño bastante ligero porque las pesadillas me asaltaban hasta el punto de no querer volver a dormir. Quizá el haber hecho con mi hermano una maratón de películas de terror no había sido tan buena idea, al fin y al cabo. Por supuesto, pese a que él había sido el pionero, el precursor de la idea, se mostraba tan o más asustado que yo. Solo había que entrar en mi habitación y ver la cama que había improvisado con algunas mantas y algunos cojines en el suelo para percatarse de ello. Por no hablar del enorme cuchillo que había robado de la cocina para defendernos en caso de que “la niña del pozo”, saliera de la televisión y subiera a atacarnos. Aunque ni siquiera habíamos recibido la llamada que avisaba sobre nuestra muerte a los siete días, por lo que podíamos respirar tranquilos. Por el momento.
   Aquella noche, mi madre nos regañó por nuestra incompetencia para elegir buenas películas. Su intención era hacer que nos diéramos cuenta de que, evidentemente, no podíamos relacionarnos con nada que tuviera que ver con el terror. Pero, ¿qué podíamos hacer si había sido nuestro padre el causante de que nos gustara tanto ver aquella clase de filmes? ¡Nos había hecho ver El Exorcista cuando apenas éramos unos niños y ¿nadie le decía nada a él?!
   El caso es que mamá obligó a Ten a deshacerse de la cama improvisada y regresar a su dormitorio. Sin embargo, mi habitación no duró mucho vacía.
   Eran las tres y cuarto de la mañana cuando regresaron los arañazos en la planta baja y Tylou invadió de nuevo mi cuarto. Esa vez no se preocupó ni de tirar las mantas en el suelo y tumbarse allí, sino que, directamente, saltó sobre mi cama y se metió bajo las sábanas que cubrían mi cuerpo.

   —¿Qué estás haciendo? —le susurré, medio dormido.
   —Está aquí —contestó en voz baja—. Babadook está aquí.
   —Esa película ni siquiera dio miedo, Ten —me quejé—. Es muy tarde, quiero dormir. Mañana me dan la nota del examen de matemáticas y debo estar preparado para enfrentarme a mamá.
   —Mamá será el menor de tus problemas si mueres esta noche —me respondió.

   Suspiré con cansancio y me froté los ojos.

   —Oye, mamá siempre va a ser el mayor de mis problemas, incluso aunque esté muerto. ¿No sabes que esa mujer es capaz de atravesar mundos?
   —Venga, Simon —me suplicó—. Deja que me quede aquí. El cuchillo está escondido en el primer cajón de tu mesilla, podremos hacerle frente juntos si viene a atacarnos.

   Me incorporé de golpe y miré a mi hermano como si fuera un desequilibrado mental. Ese chico no estaba bien de la cabeza. Abrí el cajón mencionado y, efectivamente, vi el cuchillo de cortar la carne, que me saludaba con su filo cortante y aguzado.
   Resoplé con pesadez y agarré el instrumento por el mango.

   —Pensaba que ya no estaba aquí—le dije—. Vamos a devolver esto a su sitio.
   —¿Tú estás idiota? Yo ahí no bajo —contestó y se escondió debajo de las mantas.
   —Muy maduro, Tylou… —puse los ojos en blanco—. Papá se va a enfadar si no ve los cubiertos en su sitio.

   Ten chasqueó la lengua, pero pareció coincidir conmigo en eso. Nuestro padre trabajaba en un restaurante y desde adolescente siempre había sido un fanático de la cocina. Si veía que faltaba algo o que los utensilios estaban desordenados, se ponía como un maniático con TOC. Y no era, que digamos, agradable de ver.
   Salimos de la cama justo en el momento en que volvieron a escucharse los arañazos abajo. Tylou se escondió tras de mí y me agarró con fuerza de la camiseta del pijama para usarme de escudo y lanzarme contra lo que fuera que hubiese en la planta baja. Si era de nuevo una rama, lo iba a estrangular con mis propias manos por tener tan poca delicadeza con su familia. Más bien conmigo, su hermano.
   Bajamos las escaleras a paso lento pero decidido. Como siempre, yo por delante, solo por si acaso. Aquella vez, al menos, tratamos de ser menos ruidosos para no despertar al verdadero monstruo que habitaba en la casa: mi madre.
   Al llegar a la cocina, encendimos la luz y nos acercamos al soporte de cuchillos para dejar en el último hueco, el más grande, el cubierto que estaba en nuestra posesión. Claro, Ten no podría conformarse con un chuchillo pequeño y delgado. No. Él tenía que escoger el ancho, afilado y enorme. Cuando dimos media vuelta para regresar a nuestro cuarto, volvimos a escuchar los arañazos en el cristal de la ventana.

Simon diceWhere stories live. Discover now