Capítulo XXXI

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—¿Qué es el amor? —cuestionó Alec. Se apoyó en su escritorio e hizo girar un lápiz entre sus dedos. Nos miró a todos con sumo interés, curioso por conocer lo que nosotros pensábamos sobre la pregunta que había formulado.

   Levanté la mano con lentitud, pero otros alumnos se me adelantaron y Alexander le dio la palabra a uno de ellos.

   —Es un sentimiento. Una emoción de cariño por una persona o una mascota —dijo una chica de la primera fila.
   —Atracción por algo o por alguien —añadió el chico que tenía delante.

   Neri negó con la cabeza y puso los ojos en blanco, pero no quiso pedir el turno de palabra. Echó un vistazo a Kéven, quien estaba dibujando en su libreta, y, posteriormente, escribió algo en su cuaderno.

   —Neri, ¿tienes algo que agregar? —preguntó el profesor. Sonrió y arqueó una ceja.

   La morena alzó la cabeza para mirarlo detenidamente.

   —Bueno, se están ciñendo a la definición del diccionario.
   —¿Y tú sabes algo que no tenga que ver con la versión enciclopédica?

   Neri se cruzó de brazos y se irguió. Estiró la cabeza para dar una visión altanera de sí misma.

   —Yo solo sé que no sé nada —sonrió.

   Alec le devolvió una sonrisa cómplice, como si hubiera dado justo en el clavo.

   —Sócrates —asintió—. Buena referencia, Neri. Sobre todo, considerando que era de él de quien quería hablar. —Después, deslizó su mirada hacia mí—. Simon, ¿cuál era tu respuesta a mi pregunta?

   No sabía mucho sobre el amor. Mis conocimientos se ceñían a lo que creía sentir por Dion: una simple atracción o, quizá, algo más. Sabía que no solo me atraía su físico, sino que también me gustaba su forma de ser, pese a su rudeza y su malhumor congénitos. Eso, indudablemente, implicaba que había muchas maneras de amar y que el amor no siempre tiene que ser perfecto.

   —Yo creo… —titubeé antes de soltarlo todo—, yo creo que el amor es una imperfección. Es algo que se hace, con el tiempo, más grande y poderoso, para bien o para mal. Puede existir de mil formas, todas dispares entre sí. No sé. El amor es algo extraño. Tiene sentido para mí porque lo siento, pero no sé cómo explicar qué es con exactitud.

   Alec acentuó su sonrisa.

   —Eso, Simon, es porque no se puede. Neri ha mencionado una frase que, a mí, personalmente, me gusta mucho: “Solo sé que no sé nada”. Sócrates aprendía y formulaba sus hipótesis y teorías desde la más humilde ignorancia —hizo una breve pausa para tomar aire—. Para él, el amor tenía tres peculiaridades: era imperfecto, valiente y virtuoso. Y establecía una línea que empezaba en la belleza superficial y finalizaba en la belleza inmortal del alma.

   Neri levantó la mano y Alec le cedió el turno de palabra.

   —Pero sentir afecto por la belleza superficial, por el cuerpo, ¿no es, acaso, un amor engañoso?

   ¿Eso quería decir que lo que yo sentía por la arrebatadora sonrisa de Dion era mentira? Mordí mi labio inferior y recordé que no me gustaba solo por lo que se veía externamente, sino que también me gustaban su ingenio y su sarcasmo; su buena educación y su malicia. Era un chico que, cuando tenía que tomar el rol de chico serio y educado, lo tomaba a la perfección. Y no había burla alguna que lo sacara de esa faceta.

   —Exacto, Neri. Sócrates comenzaba por el amor a la belleza física, al cuerpo bello. Pero eso no es más que un engaño y una decepción, pues siempre queremos más de lo que en un principio buscamos —explicó Alexander—. Por eso, decía que, cuando nos enamoramos, no amamos la belleza del cuerpo, sino la del alma; conocer el interior de una persona. Y esto desemboca en el conocido mundo de las ideas, en su belleza, lo que nos posibilita a amar del modo adecuado.

   Fruncí el ceño y eché un vistazo al libro de filosofía que tenía abierto en mi pupitre.

   —Pero aquí dice que, aunque siempre hay decepción, el amor nos incentiva y es una de las razones por las cuales merece la pena vivir.
   —Claro, pero el amor no es siempre terrenal, Simon. También existe el amor divino y el amor por vivir una vida honrada —me advirtió Alec.

   Neri carraspeó para hacerse oír.

   —Pero todo esto nos lleva entonces a la belleza, ¿no? —preguntó. Dejó su bolígrafo a un lado, cruzó los brazos por encima de la mesa y se inclinó un poco hacia adelante—. ¿Qué es la belleza? O, ¿cuándo podemos decir que algo o alguien es bello? ¿Tenemos que remitirnos a la belleza física? Sócrates decía que esa belleza es terrenal y decepcionante. Entonces, ¿solo podemos decir que algo es bello cuando elude lo terrenal y representa lo divino?

   Alexander parecía emocionado. Y no era para menos: la conclusión de la morena había dejado boquiabiertos a todos. Había llegado a un punto clave, lo podía ver en la mirada del profesor, que refulgía con un brillo intenso.

   —Bueno, existen los cánones de belleza. Eso siempre ha existido. Y no hablamos, precisamente, de una belleza divina —dijo Alec.
   —Esos cánones son una mierda, si se me permite decirlo —me aventuré a decir.

   Alec deslizó su mirada hasta posarse sobre mis ojos.

   —Por supuesto —me animó a seguir y apoyó las manos en el escritorio para coger impulso y sentarse sobre este.
   —Bueno, es que, ¿por qué tenemos que hacer caso a lo que la sociedad establece como bello? ¿Por qué no todo es bello en su propia condición? Hace unos años, el canon de belleza femenina era un cuerpo con curvas. Marilyn Monroe era un hito, y no es que fuera precisamente una modelo delgada, con las costillas y la clavícula marcadas —comenté—. Ahora, sin embargo, la mujer “perfecta” debe tener las piernas delgadas y largas, el estómago plano y la piel tersa y suave. Debe ser delgada, o las pasarelas y los diseñadores no la querrán. ¿Por qué se suceden cambios tan drásticos?

   Neri asintió con vehemencia, su ceño fruncido. Estaba de acuerdo con mi explicación.

   —Si yo quisiera modelar, tendría que comer menos chocolatinas y estirar mis piernas hasta alcanzar el metro setenta y cinco. Woah —añadió ella—. Pero este problema no solo lo tenemos las mujeres. También a los hombres se les exige un mínimo: que sean más altos, que tengan una complexión musculosa y que tengan una sonrisa y unos ojos deslumbrantes. Con unas facciones marcadas. Y si su mandíbula tiene forma cuadrada, mejor. Es estúpido.

   La mayor parte de los alumnos asintieron.

   —Es un asco —escuché a alguien comentar por las filas delanteras.
   —Claro que es un asco. Por eso Sócrates decía que la belleza se encontraba en la idealización del arte, y decía que la belleza solo es belleza cuando el objeto cumple la función para la que se ha creado. Por ejemplo —señaló su bolígrafo—, un boli es bello porque cumple el cometido de escribir, que es para lo que se ha creado.
   —Pero dejaría de ser bello cuando se le acaba la tinta y ya queda inutilizado, ¿no? —le pregunté.

   Alec sonrió.

   —“Todas las cosas son buenas y hermosas para lo que vayan bien, y malas y feas para lo que vayan mal” —recitó a modo de respuesta—. Por ello, las cosas feas también pueden ser bellas si son útiles.
   —Entonces, bello, como dice en el libro de texto, es lo que sirve a su objetivo y se adapta a su finalidad. Vale, creo que lo pillo —dijo un chico de la tercera fila.
   —Exacto. Estoy muy contento con vuestra colaboración en la clase —admitió con una sonrisa de oreja a oreja.

   Tras decir eso, se levantó y se colocó detrás de su escritorio para abrir el cajón, del que sacó un papel.

   —Sé que esto es muy infantil, pero me gustaría que tuvierais una motivación por la cual participar en estas clases. Os voy a dar pegatinas de estrellas doradas cada vez que haya un acierto en lo que digáis. Y eso implicará un positivo en vuestra nota; es decir, os sumará puntos de cara a la nota final de evaluación.

    Todos nos reímos, aunque, para qué negarlo, era divertido competir –en el sentido lúdico y pedagógico de la palabra– unos con otros para ver quién obtenía el mayor número de pegatinas.

Simon diceWhere stories live. Discover now