Capítulo XXXII

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Me senté con una inmensa sonrisa adornando mi rostro. Kéven y Neri, que iban por detrás de mí, simplemente ocuparon los asientos contiguos y saludaron a Waldo y Dion. Este último nos miró con el ceño fruncido y la expresión malhumorada de siempre, como si estuviéramos invadiendo su espacio personal. La mirada de Waldo, sin embargo, parecía curiosa por conocer el porqué de mi estado de ánimo.
   Neri puso los ojos en blanco y Kéven se encogió de hombros cuando se aventuró a preguntar por ello.

   —Bueno, digamos que… —hice una larga pausa para dejarlos con el suspense y la intriga un poco más—, ¡tengo tres estrellitas de oro!
   —¿Disculpa? —preguntó el castaño, confundido por mi respuesta.

   Me erguí en mi asiento y tiré de mi sudadera hacia arriba, lo suficiente para que la mesa no tapara las tres pegatinas que adornaban la prenda de vestir.

   —¿Vienes de una clase de preescolar? —se burló Dion, prestando más atención a la comida que tenía frente a sus ojos que al tema de conversación.
   —He respondido con éxito a tres engorrosas preguntas. Por mucho que intentes aplacar mi buen humor, no lo vas a lograr.

   Lo escuché bufar.

   —Ni aunque pusiera todo mi empeño lo lograría. Eres como un muro implacable repleto de alegría y extroversión —dijo antes de darle un mordisco al bocadillo que había traído de casa—. Solo hay una palabra para definir eso: molestia.
   —Nada. ¿Lo ves? —señalé mi ceño y mi frente, tan lisos como un vestido recién planchado—. Hoy no lo vas a conseguir.
   Waldo se rio con soltura y apoyó su barbilla sobre la palma abierta de la mano mientras nos miraba con una chispa de ternura refulgiendo en sus ojos.

   ¡Qué manía tenía con tratar de vincular nuestros destinos! El hilo rojo era el que debía hacer ese trabajo, y parecía que no tenía muchas ganas de enredarnos. Seguro que se había roto hacía bastante tiempo. Quizá cuando lo besé en aquel autobús corté cualquier hilo que pudiera unirnos: fuera rojo, violeta, marrón mierda o anodino.

   —Pues Dion también se merece una estrella de oro, Simon —me dijo—. Ha sacado la mejor puntuación en todas las materias.

   Abrí la boca en forma de “o” y lo miré con emoción. Sabía que era inteligente, pero no sabía que no había nadie que lo superara.

   —¿La quieres? ¿Puedo dártela? Quiero dártela —le supliqué.
   —No.
   —Por favor —insistí.
   —No.

   Entrecerré los ojos y apreté los labios formando una línea recta.

   —Bueno, pues me da igual tu opinión al respecto —resolví, finalmente.

   Me incliné en su dirección, pasando por encima de la mesa, y me despegué una de las estrellitas. Le di un suave beso a la pegatina y la coloqué en la frente de Dion. Apreté con fuerza para que no se soltara, provocando que la cabeza del cascarrabias fuera empujada levemente hacia atrás.

   —Oye, ¿qué crees que-
   —Te hago entrega de esta medalla, como signo de tu valentía por no desatender tus estudios…
   —O sea, lo que deberías hacer tú —comentó en un susurro mientras yo continuaba hablando.
   —…y como muestra de tu inteligencia de erudito —terminé, ignorando su comentario anterior—. ¡Enhorabuena por tus calificaciones! Ahora ya eres portador de la estrella de oro.
   —No te lo tomes como algo personal, pero esto va a ir a la papelera en cuanto te pierda de vista —dijo, volviendo a dar un mordisco a su comida.

   Sonreí.

   —Eso implica que lo llevarás puesto hasta que nos separemos. Es un gesto muy cortés y gentil de tu parte.

Simon diceWhere stories live. Discover now