Capítulo XX

474 68 48
                                    

Era viernes por la tarde cuando alguien timbró a mi puerta. No esperaba ninguna visita aquel día, ni siquiera mis padres o mi hermano lo hacían, puesto que yo era la única alma viviente en casa. Mi padre estaba trabajando, mi madre había quedado con unas amigas del trabajo y mi hermano tenía clases extra de Kung Fu. Yo había decidido que era más interesante ver una película en soledad que salir a dar un paseo, sobre todo considerando que mis amigos tenían planes familiares. ¿Qué iba a hacer yo solo, a las cinco de la tarde, sentado en un banco del parque? No quería parecer un llanero solitario, y mucho menos un acosador de niños.
   Cogí, entonces, un cuchillo de la cocina antes de dirigirme a la entrada. El timbre volvió a sonar y, junto a él, un par de golpes en la puerta. Agarré el pomo con suma lentitud y cuidado, temeroso de lo que podía esperarme al otro lado. Ni siquiera pensé en preguntar antes de abrir ni comprobé quién era por la mirilla.

   —¡Joder! —grité al ver su rostro. Su mirada se posó sobre mi mano, que apretaba con fuerza el mango del cubierto que había establecido como mi arma—. ¿Qué diablos haces aquí? ¿No sabes avisar, loco demente?
   —¿Por qué siempre me recibes de igual manera? —Frunció el ceño y se cruzó de brazos. El jersey apretado que llevaba puesto pronunció los músculos de sus brazos—. Los besos y los abrazos nunca han sido tu fuerte, ¿cierto?

   Si él hubiera sabido lo del autobús…

   —Quizá si dejaras de aparecer como un puto asesino en serie y avisaras antes de hacer acto de presencia en mi casa, las cosas funcionarían de un modo diferente —le dije, poniendo los ojos en blanco.
   —Bueno, le acabo de mandar un mensaje a tu padre para que lo sepa. —Se encogió de hombros, como si aquella fuera respuesta suficiente.

   Sonreí con mofa, tiré el cuchillo al suelo y me abalancé sobre su cuerpo. Evidentemente, no lo conseguí mover ni un poquito: me cogió al vuelo. Cuando nos separamos, lo invité a entrar y le pregunté el porqué de que estuviera en mi casa en lugar de en la suya. Recogí el cubierto y lo acompañé hasta el salón, donde dejó su maleta y su mochila, y se tiró sobre el sofá.

   —Bueno, ya me han dado vacaciones en la universidad. Y, claro, quería visitar a mi primo favorito. —Hizo una breve pausa para agarrar una manta y echársela por encima—: Hablo de Ten, por supuesto. Además, como este año pasaremos las navidades aquí, no es necesario que vaya a Francia para luego volver.

   Puse los ojos en blanco y asentí, como si fuera evidente cuando, en realidad, no lo era.

   —¿Eso que huele tan bien son palomitas? —me preguntó, para después responderse él mismo a su cuestión—: Sí, por supuesto que lo son.
   —Iré a por ellas —resoplé con diversión.

   Marcel era uno de mis primos franceses. El mayor, para ser más exactos, y mi amor platónico de cuando era pequeño. Siempre lo había admirado, no solo por su increíble físico, sino también por sus excelentes notas y por su forma de ser y de cuidarnos. Cuando pasábamos el verano en Francia, mis padres le pedían que hiciera de canguro cuando iban a hacer algún recado o salían a cenar o comer. Era un claro referente para mí.
   Además, había sido una de las personas que más me había apoyado cuando nos tuvimos que mudar un par de años a Corea por la enfermedad de mi abuelo. Por aquella época, Ten era solo un niño que no se enteraba de gran cosa, por lo que Marcel hizo de hermano mayor conmigo y se molestó en llamarme todos los días para preguntar si me encontraba bien, si mi abuelo se estaba recuperando y si me estaba adaptando a los cambios. Fue una época dura, pero, afortunadamente, todo salió bien. Y fue una suerte contar con mi primo para sobrellevar aquella situación.

   —Sai —me llamó por mi nombre abreviado. Apareció en la cocina y me abrazó por la espalda con fuerza—, ¿qué tal te va en la escuela?

   De pronto, recordé que aquella tarde me enviaban las notas de los exámenes finales del trimestre y no pude evitar reírme como si no hubiera un mañana. Matemáticas iba a ser mi ruina.

Simon diceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora