Capítulo XLI

224 49 22
                                    

Dion

Era nuevo para mí sentirme de esa forma. Notaba como si me faltara algo, algo importante. Es decir, no es como si nunca hubiera tenido desengaños con amigos que resultaban acercarse a mí por el dinero de mis padres, pero en esta ocasión se sentía diferente. Habían pasado varias semanas desde el altercado con Simon, pero todavía no nos dirigíamos la palabra. Yo quería hacerlo, pero al mismo tiempo pensaba que esa sensación en el pecho se me acabaría pasando al cabo de un tiempo. Además, es muy difícil charlar con una persona, cuando esta te rehúye como si fueras el mal encarnado.
   Y no lo culpaba, probablemente lo era: un ser despiadado y maligno.
   Así que cada vez que cruzábamos miradas, Simon se empeñaba en apartarla muy rápidamente. Y cuando Waldo tomaba la iniciativa de acercarse a alguno de ellos, yo lo agarraba por la manga o por lo primero que pillaba con la mano para empujarlo en una dirección opuesta.
   “¿Por qué los evitamos?”, me preguntó un día. Quise mandarlo a la porra, pero era mi mejor amigo y eso no habría sido lo más acertado. Por lo que le conté absolutamente todo, de cabo a rabo. No os mentiré, se rio como el mismísimo diablo. Parecía un jodido brujo loco montando en escoba mientras hace fechorías. Dijo, y cito textualmente, que era muy gracioso pensar que mi gemelo hubiera besado a Simon. Que, si lo miraba desde otro ángulo, era hasta patético para mí. ¿¡Para mí!? Ni que yo me hubiera empeñado en lamerle el culo y tenerlo a mi vera todo ese maldito tiempo. El patético había sido él, que encima incitaba a Simon a seguirme como un perrito faldero.
   Y, por supuesto, no tardaron las bromas con mi hermano para intentar irritarme. Repito, “intentar”.

   —Dion —me llamó mi hermano, haciendo chasquear sus dedos frente a mi cara—. Oye, ¿en qué planeta estabas? Llevo cinco minutos tratando de establecer contacto contigo.
   —La pregunta es innecesaria, Dimas —habló Waldo con un tono de mofa en la voz—. Tu querido gemelo estaba soñando despierto con un chico de primer curso. Estaba pensando en su sonrisita y en sus ojos achinados. Estaba recordando el beso que le robó en el autobús y… ¡Ah, no! Espera, que ese no era él. Me olvidaba del “Tú a Londres y yo a California”.

   Vale. En honor a la verdad, sí que me cabreaba. ¡Pero solo porque eran unos cretinos actuando como absolutos niños de cinco años! 
   Levanté la mirada del libro que había estado leyendo antes de recordar mi malestar interior y los asesiné mentalmente. Uno moría desangrado en el sofá blanco que tanto le gustaba a mamá, y el otro suplicaba clemencia mientras yo me deshacía en sonoras carcajadas. Lo torturaba hasta que no aguantaba en pie y después lo degollaba.
   Casi sonreí ante ese pensamiento. Me traía cierta paz pensar en no tenerlos alrededor, hablando como cotorras y picoteando la poca paciencia con la que había nacido. En serio, estaban gastando el suministro de dieciocho años.

   —Soy una bomba —respondí tranquilamente—. Ahora mismo solo estoy esperando a que mi contador llegue a cero para haceros explotar —torcí la sonrisa en un gesto de malicia—. ¿Entendéis lo que digo?
   —No juguéis con fuego, niños, que os escaldáis —se carcajeó mi padre desde su sillón favorito, colocado junto a uno de los ventanales que mostraban las vistas del jardín trasero. Había levantado la vista de su portátil, con el que había estado trabajando casi toda la tarde, y nos echó una mirada muy rápida para luego continuar tecleando como un loco.

   Mi hermano me sacó la lengua y Waldo lo imitó.

   —En esta historia, yo soy el fuego y vosotros los niños —puntualicé—. No me echéis más leña, angelitos. O arderéis en el puto caldero de Satán.
   —Ese lenguaje —escuché a mi madre desde alguna parte de la casa.

   No sé cómo diablos lo hacía; siempre decía que estaba sorda, pero cuando estaba a kilómetros de distancia y alguno de nosotros hacía o decía algo que no encajaba en la educación que nos había inculcado, su radar se activaba y sus oídos se adaptaban al sonido como un lobo en plena cacería nocturna.

Simon diceWhere stories live. Discover now