Capítulo XL

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Estaba empezando a gustarme eso de pasar más tiempo con mis dos amigos. Desde lo ocurrido con Dion, habíamos estrechado lazos a la velocidad de la luz. Yo había dejado de pensar tanto en él –no os lo creáis demasiado, es una verdad a medias– y me había centrado en conocer mejor a Neri y a Kéven. Sus aficiones, su historia, su familia y cómo era posible que siguieran siendo tan amigos considerando lo diferentes que eran el uno del otro. Aunque, claro, el hecho de ser tan disímiles era lo que los complementaba. Ambos sabían cómo cubrir las faltas del otro. La verdad es que envidiaba mucho su relación, pues yo nunca había contado con un mejor amigo con el que hablar hasta las tantas de la noche o con el que poder reñir sin miedo a que pudiera desaparecer de un momento a otro. Si lo pensaba bien, incluso Dion contaba con alguien así: Waldo.
   Pero, a pesar de la gran amistad que unía a Kéven y a Neri, ambos habían hecho un hueco gigante para que yo pudiera sentirme arropado por ellos. De ese modo, creamos un triángulo amistoso que mucho me recordaba al “trío de oro” –Harry Potter, Hermione y Ron, para los que no conozcan la saga–. Y eso, sinceramente, era muy agradable. Estaba bien poder hablar sobre temas importantes con alguien que no fueran mi hermano o mi primo Marcel, a quien, por cierto, todavía le debía una paliza por haberme hecho quedar en ridículo delante de Dion por aquellas frases para ligar que, más que para ligar, servían para humillar.
   En todo ese tiempo como parte del clan “Neven” –Neri y Kéven–, había conocido a las familias de ambos. La madre de la morena trabajaba en un colegio como profesora de educación primaria; de hecho, trabajaba en el colegio al que iba mi hermano. La madre de Kéven era pastelera y barista en una cafetería que, para más inri, pertenecía a la empresa de los padres de Dion. Su padre, por otra parte, era el propietario de una frutería del barrio en que vivían. La verdad es que eran los tres muy simpáticos y hogareños, muy parecidos a mis padres en ese sentido. Y se notaba que eran amigos desde hacía bastante tiempo.
   En lo que a Dion respectaba, no había vuelto a saber de él. Bueno, sí que lo había visto por los pasillos del instituto e, incluso, en la cafetería, pero no había intentado acercarme a él y él tampoco había tratado de hablar conmigo para arreglar las cosas. Echaba un poco de menos las pullas que nos lanzábamos día sí día también, pero sabía que quizá lo mejor era alejarme de él. Era una recomendación que Neri me había dado desde que lo hube conocido.
   Dion no era mala persona, pero tendía a hacer cosas que lo tachaban de engendro maligno. Aunque, para ser honestos, en este caso yo tampoco era un santo, pues también había acusado a Dion de cosas horribles. Quería pedirle perdón, pero eso solo me haría parecer más lameculos. Y no tenía ganas de tomar siempre la iniciativa; quería que fuera él quien se diera cuenta de los errores que habíamos cometido y que intentara acercarse a mí para hablar sobre ello. Nadie, ni siquiera él, iba a conseguir que echara mi orgullo por tierra. 
   Waldo parecía confundido por toda la situación. Era muy probable que no supiera el porqué de la distancia que habíamos tomado los unos de los otros; supuse que Dion no le había contado nada sobre lo ocurrido en mi casa un par de semanas atrás. Cuando, en los recesos, trataba de venir a nuestra mesa, Dion tiraba de él y lo conducía a una de las mesas más alejadas a la nuestra. Eso me hacía pensar que no tenía pensado volver a hablar conmigo; seguramente eso le resultaba gratificante, pues él, en todo momento, había dejado claro que no tenía intención alguna de acercarse a mí o a mis amigos. La culpa recaía siempre en Waldo y sus insistencias. 
   Suspiré tan fuerte que casi media clase se dio la vuelta para saber qué ocurría en la última fila. Me encogí en mi asiento a la par que notaba cómo el calor subía a mis mejillas, fruto de la vergüenza, y me puse la capucha de la sudadera para tapar mi rostro de miradas indeseadas.
   Mi vida se había vuelto el blanco de miradas de gran cantidad de alumnos desde el momento en que Waldo y Dion nos honraron con su presencia a la hora del almuerzo. Por supuesto, eso había sido antes de la pelea. Y, dado que ya no nos juntábamos, los rumores habían incrementado, al igual que esas miraditas de curiosidad. No los juzgaba; de haber estado yo en su lugar en vez de en el mío, quizá también me habría escudriñado con minuciosidad, preguntándome qué diablos habría ocurrido o imaginando cualquier posible altercado que podría haberse divulgado con la rapidez del viento.
   Tiré de los cordones de la sudadera para que mi rostro quedara más oculto. Fue mala idea: la querida profesora Núñez –alerta ironía–, mi apreciada profesora de matemáticas que en tanta estima me tenía, se aproximó a mi mesa tal y como si fuera una leona en plena cacería. En realidad, me recordaba bastante a Roz, la babosa de Monstruos S.A. que se la tenía jurada al pobre Wazowski. ¿Eso me convertía a mí en Mike?

Simon diceWhere stories live. Discover now