Capítulo XII

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Mi instituto era la primera parada. Yo debía entrar antes que Tylou y, por ende, yo tenía prioridad. Cuando mi padre se detuvo frente a la entrada, Ten se inclinó por entre medio de los asientos delanteros, asomando su cabeza, y me deseó un buen día con una amplia sonrisa dibujada en la boca. Mi padre, que no iba a ser menos, sacudió mi cabello –que, por cierto, ni siquiera me había molestado en peinar– con su enorme mano y me dio un rápido beso en la frente.
   Abrí la puerta del auto y salí con tranquilidad. No me apetecía demasiado asistir a clase aquel día, principalmente por la entrega de notas en la asignatura que más detestaba, y eso se percibía en mis pausados movimientos.

   —Suerte, hermanito —dijo Ten tras bajar la ventanilla y arrancar mi padre el coche.

   Los vi alejarse y, tan pronto como desaparecieron en la primera curva, giré sobre mis talones y caminé hacia el interior del edificio. Suspiré con pesadez una vez hube cruzado el umbral de la puerta y me dirigí hacia la taquilla defectuosa. Ya era costumbre darle un golpe para abrirla, pese a que no fuera lo más civilizado y elegante.
   Todavía con algo de pereza y cansancio, metí los libros de las clases posteriores al receso y mi almuerzo, y cerré la puerta de metal con un solo movimiento de muñeca. A mi desgana se le sumaba el hecho de haber sido despertado por el Huracán Tylou a las tres de la madrugada. Y, por supuesto, tenía tanto sueño que temía quedarme dormido en alguna de las clases.
   Al parecer, ni siquiera la ducha que me había dado aquella mañana había logrado despejar la niebla que amenazaba con invadir mi mente. Me tapé la boca para bostezar y justo escuché una leve carcajada que se me hizo familiar.

   —¿Acaso no has dormido, pequeño Simon? —me cuestionó Kéven, pasando su brazo por detrás de mi nuca—. Venga, venga. Hoy nos dan el resultado de nuestro nefasto examen, deberías espabilarte. ¿Qué tal un poco de agua?
   —Me he duchado esta mañana —contesté—. ¿Realmente luzco tan mal? Pensaba que se trataba de algo meramente psicológico.
   —He visto cosas peores —habló Neri. Me sobresalté ante su repentina aparición y ella se carcajeó al ver mi cara de sorpresa—. ¿Has dormido poco?
   —Me fui a la cama tarde y, aun por encima, Tylou me despertó de madrugada por unos ruidos que había escuchado en la planta de abajo —expliqué, arrastrando mis pies para seguir su ritmo mientras caminábamos en dirección a nuestra aula.
   —¿Fantasmas? —sugirió Kéven.

   Puse los ojos en blanco y resoplé. Realmente esperaba –y deseaba– que mi hermano y él jamás llegaran a conocerse. De lo contrario, estaría acabado.
   Seguimos caminando algo distraídos en un tema trivial de conversación, hasta que mi nariz dio de lleno con unos pectorales algo duros. Hice una mueca de dolor y me quejé con un simple “¡ay!” que pareció divertir a la persona con complejo de columna que se había interpuesto en mi camino y me había hecho chocar. Me llevé la mano a la zona herida.

   —¿Qué es divertido? Eso ha dolido —dije, alzando la cabeza para toparme con la sonrisa burlona de Dion, que me observaba desde lo alto como si yo fuera una simple cucaracha que estorbaba y que podía eliminar con tan solo un soplo de aire—. Oh.
   —Oh —repitió, mofándose de mi incapacidad para reaccionar y decir algo más que una simple interjección—. Creía que hoy era un buen día para no tropezar con cierto chico, pero parece que la mala suerte me acompaña a todas partes cuando se trata de ti.

   No sabía si era un comentario sarcástico para meterse conmigo o si, simplemente, trataba de hacer una broma a su modo. Lo cierto era que, en las últimas semanas, desde el partido de baloncesto y el encontronazo con los abusones, Dion parecía menos reacio a mi cercanía. Al menos usaba más palabras a la hora de construir oraciones, en lugar de limitarse a sus típicos: “largo”, “me molestas” y “déjame tranquilo”. O incluso a sus conocidos gruñidos antipáticos. Aunque, por supuesto, no había dejado de lado esa faceta de viejo cascarrabias. El Señor “Fuera de mi Césped” siempre iba a formar parte de su vida, grabado a fuego en su carácter.
   El sonido de mi risa sonó más como el rebuzno de una mula que como una auténtica carcajada. Parecía que estaba pidiendo auxilio en un incómodo grito ahogado.

Simon diceWhere stories live. Discover now