Capítulo XLVII

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Dion

—Amigo, date cuenta —me inquirió Waldo con los brazos en jarras—. Me dejaste tirado en el partido y en la fiesta, ¿eso no te dice nada? Es que es para reflexionar.

   Puse los ojos en blanco mientras cepillaba el pelo de mi yegua. Mi mejor amigo acercó una manzana a su hocico y Stacey la aceptó sin siquiera pensarlo.
   Me puse de cuclillas para limpiar los cascos del caballo. Teníamos un mozo de cuadra contratado para que hiciera esos trabajos, pero yo siempre había sido partidario de hacerlo por mi cuenta. Cuidar de tu propio caballo establecía un vínculo mucho más grande entre jinete y animal.

   —¿De qué habláis? —preguntó Dimas, apareciendo de pronto con su semental agarrado con una cuerda. Lo ató al cercado de madera, justo al lado de Stacey, y agarró mi peine para cepillarlo.
   —Del chico que te estampó un beso en los labios —respondió mi mejor amigo. Un gruñido inesperado se me escapó de la garganta y tanto Waldo como mi hermano comenzaron a carcajearse—. ¿Lo ves? Tienes celos.
   —Los celos no son sanos —comenté a la par que chasqueaba la lengua—. Y yo no soy celoso; mucho menos por ese chico. Es solo que no es ese el único modo por el que llamarle, ¿sabes? Tiene nombre y apellido.
   —¿Y tú te los sabes? Porque eso de Simón o chinito no se me hace muy parecido a su nombre.

   Me puse en pie de nuevo y acaricié el lomo de mi yegua. Posteriormente, le coloqué la manta y la silla, siempre con cuidado para no incomodarla o asustarla, y ajusté las correas a mi medida. Lo cierto era que, a diferencia de mi hermano, que tenía un semental bastante duro de roer, Stacey era muy tranquila y permisiva a la hora de asearla, colocarle los materiales necesarios para la monta y montarla.

   —Vamos, Django. Deja de moverte tanto, campeón —se quejó Dimas mientras trataba de acicalar a su caballo, que se movía de un lado a otro, nervioso.

   Desaté la cuerda que mantenía a mi yegua junto a la valla del cercado, me despedí de mi hermano y conduje a Stacey al campo de entrenamiento. Waldo me siguió.

   —Oye, ahora mismo la voz de la sabiduría soy yo, así que escucha lo que te estoy diciendo, por favor —insistió. Parecía que iba pisando huevos al caminar por detrás de mí, con cuidado de que mi caballo no le pegara una coz—. Si no quisieras que él se te acercara, lo habrías mandado a la mierda hace meses. Te gusta.

   Coloqué el pie en el estribo, cogí impulso y, de un salto, me senté en la silla, sobre la yegua. Chasqueé la lengua, le di un suave toque en el costado y comenzó a trotar por el recinto.
   Miré a mi hermano de soslayo y no pude evitar carcajearme al ver que Django lo había empujado y lo había tirado al suelo. Las riendas se habían resbalado de las manos de Dimas. Para suerte suya, el caballo todavía estaba atado a la valla con la cuerda. Pero, si seguía con ese comportamiento terco y salvaje, podía llegar a soltarse. No habría sido la primera vez, para ser honestos. A mi padre se le había escapado un par de veces, y a mi hermano otras tres. Aunque, al parecer, Django nos tenía el suficiente cariño como para quedarse cerca de las cuadras y no hacernos pagar por una partida de búsqueda. O puede que simplemente quisiera regodearse tras humillarnos y dejarnos por los suelos, literalmente. No había nada claro: los animales y sus comportamientos eran todo un misterio.
   Waldo se sentó sobre la valla y me observó con atención. Su mirada me seguía alrededor del recinto, donde Stacey trotaba muy cerca de las vallas. Se notaba que quería salir de la pista para correr campo a través, una de sus mejores habilidades, además de la práctica de salto. Era una yegua tranquila, pero había nacido para galopar; para competir contra el propio viento en velocidad.

    —Me he enterado de que su cumpleaños es la semana que viene —dijo medio gritando, para que yo pudiera escucharle por encima del ruido que hacían los cascos contra el suelo.

Simon diceWhere stories live. Discover now