Capítulo XLIII

232 37 16
                                    

Si había algo que me calmaba y me gustaba más que asustar a mi hermano cuando veíamos películas de terror, era ir de compras con mis amigos. Me ayudaba, no solo a dejar de pensar en cierta persona, sino que, además, era lo más parecido a una actividad terapéutica para mí. Sobre todo, me gustaba ir al centro comercial cuando había rebajas. Yo olía las rebajas, las buscaba, las acechaba y me lanzaba sobre ellas como una leona cazando a su presa; todo mi cuerpo sentía las rebajas.
   Kéven tenía una montaña de pantalones con estampado de cuadros entre manos, Neri se dedicaba a mirar los petos vaqueros uno a uno, fascinada, y yo estaba concentrado en escoger la camiseta perfecta. Es que, ¿cómo elegir entre un dibujo de Simba y otro de Snoopy? Era como estar entre la espada y la pared. Y, definitivamente, considerando la cantidad de bolsas que tenía de tiendas anteriores, mis padres me matarían si aparecía con dos camisetas más.
   De pronto, la bombilla se encendió en mi mente. Agarré ambas camisetas y las colgué sobre mi hombro derecho. A mi hermano le gustaba la ropa holgada y me iba a estrangular si no aparecía con algo para él después de haber estado más de tres horas en el centro comercial. Era una idea maravillosa: yo le regalaba la camiseta de Snoopy y luego se la robaba… quiero decir, la tomaba prestada. Se llamaba intercambio de favores.

   —Voy a pagar —anuncié en voz alta, provocando que algunos clientes se giraran para mirarme.
   —¡Espera! —me llamó Neri.

   Corrió hasta mi lugar con dos prendas entre manos. Eran dos petos casi iguales, a diferencia de que el segundo tenía un bolsillo en medio del pecho con una abeja cosida y el otro era completamente liso.
   Arrugué la nariz. No me llamaba la simplicidad.

   —¿Cuál? —me pidió.

   Señalé el segundo.

   —¿Crees que me quedará bien? —preguntó—. No es por causar lástima, pero los putos vaqueros rígidos nunca me pasan más allá de los muslos.

   Neri no tenía el cuerpo prototípico que imperaba en los estándares de la sociedad; no era un cuerpo estereotipado. Tenía los muslos anchos, el trasero bien redondeado, una cadera amplia, unos pechos grandes y unos mofletes tan achuchables como los de los niños pequeños. Era el tipo de cuerpo que no gustaba en las pasarelas de moda, pero Kéven y yo teníamos claro que era una de las chicas más atractivas de la clase, además de la más divertida, la más inteligente, la más enrollada y la más fuerte en cuanto a carácter. Si alguien se metía con ella o le decía algo, le entraba por un oído y le salía por el otro; o, bueno, le hacía un corte de manga.

   —No te quedará bien, te quedará increíble. —Le guiñé el ojo.
   —¿Aunque me aprieten los muslos? —preguntó. Arqueó ambas cejas y me miró fijamente, como un cachorro abandonado.
   —Si te aprietan los muslos, entonces manda la moda a la mierda. Ponemos una puta reclamación en la empresa; los denunciaremos y se cagarán en su madre por no hacer tallas exactas y por jugar con los cuerpos femeninos como si fueran meros maniquíes. —Kéven se incorporó a la conversación; parecía enojado.

   Señalé el maniquí más cercano a nosotros.

   —De hecho, ¿alguien me puede explicar por qué ese tiene las manos tan largas? ¿Se creen que es el puto Slenderman?

   Neri sonrió y nos estrujó entre sus brazos, achuchándonos como si fuéramos un oso gigante de peluche. Sentí su pelo rizado rozando mis mejillas, haciéndome suaves cosquillas, y no pude evitar sonreír.

   —Voy al probador —sentenció con seguridad tras apartarse de nosotros.

   Una vez fuera de nuestro campo de visión, Kéven y yo chocamos manos. Nos gustaba hacer que Neri estuviera feliz, sobre todo considerando que ella siempre se había preocupado por nuestra felicidad, nuestros males de amores y nuestra vida en general. Era como mi segunda madre, aunque un poquito menos mandona y más joven, por supuesto.
   Continué mi camino hacia la caja, deposité ambas camisetas sobre el mostrador y dejé las otras bolsas en el suelo para poder sacar la cartera del bolsillo de mi pantalón. El dependiente me ofreció una amplia sonrisa mientras pasaba el código de las prendas, una sonrisa cuyo resplandor me despistó y me hizo preguntar cuánto tenía que pagar después de que él me lo hubiera repetido un par de veces.
   Tenía un problema muy serio con las sonrisas. La última vez que una me cegó, acabé besando a un chico y persiguiendo a su hermano gemelo como un puñetero perro en celo.
   Sacudí la cabeza para devolver mis pies al suelo. ¿Por qué siempre terminaba pensando en él y en su sonrisa y en sus ojos y en su mal carácter? Ah, pero claro, ese mal carácter no lo hacía una mala persona.
   ¡No!
   ¡Porque el jodido Dion Martínez era como un puto ángel caído del cielo que había aceptado darme clases de matemáticas cuando yo era para él un grano en el culo! ¡Y, por si no fuera poco, iba a estudiar medicina pediátrica por su primo con cáncer!
   ¡Salvemos a los niños! ¡Todo por los niños!
   Mis pensamientos eran unos maleducados; no hacían más que insultar y decir palabrotas sin ton ni son. Yo no hablaba así; yo era absoluta e irrevocablemente family friendly. Estaba seguro de ello.
   Gruñí. Me iba a acabar volviendo loco.

Simon diceWhere stories live. Discover now