Capítulo XXV

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—Mousse de chocolate, tarta de limón… ¿Helado para los niños? —le preguntó mi madre a mi tía, que estaba sentada a su lado.
   —Infusión de frutas del bosque —añadió el padre de Marcel.
   —¿Tenéis bizcocho de naranja?

   La camarera se disculpó y pidió que se ciñeran a la carta de postres que nos había traído después de haber recogido nuestros platos.

   —Yo quiero tarta de queso —estableció mi hermano, alzando la voz por encima de la de los demás—. Y tarta de zanahoria y… ¿a la cuajada le puedo echar un par de cucharadas de miel?

   Marcel lo miró como si estuviera loco. Yo, sin embargo, estaba acostumbrado a su estómago insaciable. Daba igual cuánto comiera, siempre tenía hambre. Pero, claro, como era un chico muy inquieto que hacía deporte, no engordaba absolutamente nada. Estaba tan delgado que hasta me preocupaba por su metabolismo.

   —Yo quiero un café con leche, por favor —le dije en un tono de voz amable y calmado a la camarera.

   La pobre mujer se había saturado con tantas voces sonando al unísono, y no era para menos. Entre los que hablaban francés, los que traducían al castellano, los gemelos jugando con la comida, y Ten, que no paraba de pedir más y más pan, cualquiera habría renunciado a su trabajo. Además, no éramos los únicos comiendo allí. Muchas familias habían decidido que ese restaurante era el sitio ideal para celebrar la Navidad.
   Mi padre me miró con agradecimiento. Él había sido camarero en sus años de universitario, antes de empezar a trabajar en uno de los mejores restaurantes de Lyon, y entendía a la perfección el sentimiento que se genera cuando una familia numerosa pide comida sin orden y casi sin empatía. Además, ese era el restaurante en que estaba trabajando y conocía a la chica que esperaba, con la cabeza echa un caos, a que nosotros nos decidiéramos de una vez por todas. Mi madre había intentado enumerar los postres para no volver más loca a la camarera, pero todo se había descontrolado cuando unos habían empezado a hablar en francés y, otros, buscaban comida inexistente.

   —Por favor, ¿podéis callar un momento? —dijo mi padre en su idioma natal, tratando de poner un poco de orden. Para su sorpresa, consiguió su cometido—. Gracias.

   Cogió aire antes de mirar a la chica, como diciendo que preparara la libreta porque iba a decir del tirón toda la comida.

   —Primero los dulces: Mousse de chocolate, tarta de limón, tarta de queso, un helado de moras, otro de frambuesa, macedonia y sorbete de limón —anunció.

   Después, siguió con los cafés y, cuando acabó, la camarera sonrió con gratitud.

   —¿Y mi cuajada con miel y mi tarta de zanahoria? —se quejó Ten.
   —Si lo pagas tú, puedes ir a pedirlo —le instó mi padre, pero Tylou se encogió en su asiento y enrojeció. Era evidente que no había llevado dinero consigo.

****

Quedamos con Neri y Kéven a las diez en el centro, junto a la boca del metro. Mi primo y yo fuimos los primeros en llegar, pero supe que la morena no iba a tardar demasiado en aparecer con su mejor amigo de la oreja. Kéven se entretenía con cualquier cosa y siempre llegaba tarde a los sitios, pero Neri solía ser la responsable de hacer que pusiera los pies de nuevo en la tierra. Y no lo hacía con una charla delicada y un tratamiento amable, precisamente.
   Cuando ya estábamos los cuatro juntos, presenté a mi primo con más tranquilidad que el día en que lo conocieron. Aquel día habíamos dejado entrever, en calidad de provocar alguna reacción en cierta persona, que éramos novios. Nada más lejos de la realidad.

   —Tu primo —se carcajeó Neri mientras esperábamos a que llegara el transporte.
   —Waldo estaba seguro de que erais algo más —contestó Kéven.

Simon diceTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon