Capítulo XXX

285 60 19
                                    

—Waldo ha ganado —dije, sin saber realmente cómo iniciar el tema de conversación una vez nos juntamos tras el partido.

   Dion enarcó una ceja, mascó un par de veces el chicle mentolado que tenía en la boca y asintió con la cabeza.

   —Ya. Eso es un hecho. Lo sabemos todos los que hemos estado viendo el partido —me respondió al fin, con aires de superioridad.

   Me hizo un gesto con la cabeza y comenzó a caminar en dirección a la parada del autobús. Empecé a sentir cómo mis piernas flaqueaban y mis manos temblaban en un frenesí: el autobús no era uno de los mejores vehículos en que viajar con Dion. No después de haber estampado mis labios contra los suyos; después de haberle importunado con un beso robado el primer día en que lo vi. Eso me hacía parecer un neurótico empedernido.

   —¿Iremos en transporte público? —pregunté casi en un susurro, mi voz temblorosa.

   Giró la cabeza para tenerme en su campo de visión, pero no dejó de caminar.

   —¿Quieres, acaso, que llame a mi reluciente limusina para que nos acerque a tu casa? —bromeó, arqueando ambas cejas y sonriendo con mofa.

   Me permití el lujo de reír. Aunque, en realidad, sonó más bien como el rebuzno de una mula que como una risa humana.

   —Ya, claro, ni que fueras un príncipe mafioso y millonario. Cualquier conductor, ya sea de taxi, de limusina o de carruaje con caballos, pasaría de tu trasero, Dion Martínez —le encaré a la par que ponía los ojos en blanco. Después, sugerí otra alternativa—: Podemos ir andando.
   —¿E ir cargando con la mochila durante todo el trayecto? ¿Estás tonto? —dijo con mucha honra—. Lo siento, pero no.

   Me encogí de hombros y aceleré el paso para poder golpear un par de veces su pecho.

   —Es un modo de ejercitar esos músculos. Te hace bastante falta, por cierto —respondí, guiñándole un ojo.

   Lo escuché reír –gruñir– por lo bajo.

   —¿A mí o a ti? —contraatacó.

****

Bostecé casi sin poderlo evitar y me llevé rápidamente la mano a la boca para que Dion no se percatara de aquello. Aunque fue en vano. Su ceja enarcada y su expresión burlona me dejaron en claro que estaba al tanto del sueño que crecía con cada problema que me mandaba resolver.
   Estiré los brazos y la espalda para relajar los músculos que se me habían entumecido después de dos horas sentado frente al libro de matemáticas. Después, me erguí en mi sitio para que el cascarrabias no tuviera razón alguna por la que echarme la bronca o burlarse de mí.

   —Dion, cariño, ¿cenarás hoy aquí? —preguntó mi madre, entrando en escena con un delantal negro que tenía escrito “gran mamá” con letras coreanas.

Llevaba un trapo en la mano y el cabello atado en una coleta alta, probablemente por el calor que le provocaban los fogones.

   —Bueno… —vaciló.

   Lo miré con atención, igual que mi madre. Quizá eso lo intimidó y presionó, porque terminó aceptando, lo cual contentó a mi progenitora, quien regresó a la cocina a terminar de preparar la cena.

   —¿Eso quiere decir que hemos terminado? —pregunté con cansancio.

   Me empezaba a doler la cabeza, y eso no era buena señal. Apoyé la barbilla sobre la mesa y cerré los ojos lentamente.

   —Eso quiere decir que, como me quedo a cenar, tenemos hasta la cena para seguir con matemáticas —se rio. Me dio un suave golpe en la cabeza para espabilarme y me tendió una hoja con cuatro nuevos ejercicios—. Venga, que no vas tan mal como antes de Navidad.

Simon diceWhere stories live. Discover now