Capítulo XXIII

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Inhalé y exhalé un par de veces. O quizá fueron tres. Había pasado el tiempo suficiente como para que las vacaciones se abrieran paso, mi familia francesa apareciera en casa como unos extranjeros que han perdido el norte y mi primo aceptara acompañarme al concierto junto a Neri y Kéven. Concierto que tenía lugar al día siguiente: estaba extasiado. Waldo había asegurado que se iba a encargar de encontrarnos un sitio en primera fila, justo al lado del escenario, para no perder detalle.
   Mis primos pequeños pasaron frente a mí, correteando mientras se perseguían el uno al otro. Habían sido los primeros en levantarse y, por ende, lo que despertaron a toda la casa. Y, desde entonces, no habían parado quietos. Estaban dando vueltas al sofá de la sala de estar, mientras Ten, Marcel y yo jugábamos a la Play. Mis tíos y mis padres, sin embargo, habían conseguido librarse de aquel martirio y habían desaparecido por la puerta de entrada tan rápido como les había sido posible.
   Sucios traidores. No existía otra forma de denominarlos.

   —Quedaos quietos dos minutos, por favor —gruñó mi hermano. Se inclinó hacia la pantalla para ver cómo su personaje asestaba el golpe definitivo que acabó matando a mi primo—. ¡Sí, sí! ¡He ganado! Tienes que comerte una cucharada de mostaza. Era el acuerdo.
   —¿De verdad quieres que muera envenenado por esa repugnante salsa? —cuestionó Marcel a la par que arrugaba la nariz, asqueado.

   El foco de las risas entre mis primos pequeños cambió en cuestión de segundos. Siguieron corriendo en círculos, pero habían comenzado a gritar “envenenado” con un acento francés muy poco disimulado. No sabían hablar castellano, aunque comprendían algunas palabras sueltas. De todos modos, dudaba mucho que conocieran el significado de aquella.
   Me levanté del asiento y caminé hasta la cocina para sacar de la nevera el bote de mostaza que mi padre guardaba con tanto cariño. Le gustaba demasiado esa salsa, al igual que a Ten, pero no entendía muy bien por qué ese sabor se les hacía tan apetecible y exquisito.
   Justo en el momento en que saqué la cuchara del cajón de los cubiertos, escuché un suave maullido en la ventana medio abierta de la cocina. Dirigí la mirada hacia el gato con la mancha en forma de huevo sobre el hocico. Cada vez aparecía más por la casa, y mis padres ya daban por hecho que era un miembro más de la familia: solo hacía falta llevarlo al veterinario para hacerlo oficial. Un Feraud más siempre era bien recibido. Y, por supuesto, ese gato se mostraba mucho más tranquilo que los gemelos que continuaban correteando por el salón.
   Me acerqué al animal y lo cogí en brazos para introducirlo en el interior de la casa. Noté cómo enganchaba sus garras en mi sudadera, aunque no intentó saltar o apartarse, sino que se restregó contra mi torso. Quería que lo acariciara.

   —Minino, minino —susurré. Una sonrisa de tonto se asomó en mi boca al recordar a Dion embelesado, mientras acariciaba al gato.
   —¡Simon! —me llamó mi hermano desde la sala de estar—. ¡La mostaza!

   Deposité al gato en el suelo y lo vi gatear hasta subir las escaleras. Se conocía la casa casi tan bien como mi habitación. Allí, en mi cuarto, era donde el gato pasaba la mayor parte del tiempo. Se tumbaba sobre la almohada, escalaba las estanterías y los armarios, arañaba las paredes y se afilaba las garras con los bordes de la cama. Pero todo en mi dormitorio. No en el de Ten. No en el de mis padres.
   No comprendía por qué me había cogido tanta confianza y cariño, considerando que yo era torpe, impulsivo, y no tenía ningún cuidado con las cosas. De pequeño me gustaban tanto los animales, que los perseguía y achuchaba hasta que sus dueños se hartaban de mi insistencia y se marchaban con sus mascotas.

   —¡Simon!
   —Ya voy, ya voy —resoplé y puse los ojos en blanco.

   Regresé a la cocina para coger el bote de mostaza que había depositado sobre la encimera antes de que apareciera el gato callejero y lo llevé al salón, donde Marcel y Tylou habían empezado una nueva partida. Había estado más de una hora observando cómo jugaban, y lo cierto era que no me apetecía seguir como una pared: yo también quería agarrar los mandos.

   —Me toca —anuncié y le arrebaté el mando a mi primo para poner el juego en pausa—. Tú: la cucharada de mostaza. Rapidito que no tenemos todo el día.

   Marcel me miró con una ceja enarcada.

   —¿Es que has peleado con un fantasma en la cocina? Qué humos.

   Lo fulminé con la mirada, gesto que tomó como amenaza. No tardó en abrir la tapa y apretar el bote para que cayera un chorro de la amarillenta salsa sobre la cuchara. Se llevó los dedos índice y corazón al puente de la nariz para evitar oler y la introdujo en su boca.
   Disfruté al ver cómo su garganta tragaba el líquido, no lo voy a negar.

   —Mon Dieu. Creo que voy a vomitar —se asqueó. Le dio una arcada que pudo controlar y, posteriormente, salió corriendo hacia el cuarto de baño.
   —Siempre ha sido un debilucho con la comida que no le gusta —comentó mi hermano a la par que ponía los ojos en blanco. Después, me lanzó una mirada maliciosa—. ¿Preparado para morir?

   Asentí justo al tiempo en que sentí mi móvil vibrar en el bolsillo. Le pedí a Ten unos segundos antes de reiniciar el juego y saqué el teléfono para comprobar quién me había escrito.
  
Dion
Entradas listas. Justo delante del escenario.

   Sentí mi corazón latir salvaje contra mi pecho y noté el calor subir a mis mejillas, probablemente tiñéndolas de un rojo carmesí. Parecía una carrera por comprobar qué reacción corporal era la primera en conseguir que me diera un colapso.
   En realidad, no había dicho nada fuera del otro mundo. Waldo no tenía mi número, así que Dion era el único de los dos que podía contactar conmigo para avisarme sobre las novedades en relación al concierto del día siguiente. Pese a ello, no pude evitar que me temblaran los dedos al escribir una respuesta:

Simon
Perfecto. Mañana nos vemos.

   Y no tardó en llegar otro mensaje de su parte para decirme que nos juntaríamos a las diez y media de la noche, treinta minutos antes de que empezara el concierto, en la entrada trasera. Además, me pidió que no llegáramos tarde. Sorprendentemente, también me preguntó si teníamos pensado hacer algo después o si queríamos quedarnos con ellos a tomar algo cuando todos los grupos terminaran de tocar. Supuse, de nuevo, que Waldo le había pedido que me dijera aquello, pero eso no impidió que sintiera las mariposas revolotear descontroladas por mi estómago. ¿Quién las había dejado salir?
   Ah, sí. Había sido yo con mi estupidez congénita y ese beso robado en el autobús.

   —¿Y esa sonrisilla? —escuché la voz de mi hermano.

   Una cabeza se asomó por encima de mi hombro para leer lo que aparecía en la pantalla de mi móvil. Golpeé a mi primo en el momento en que me miró y me sonrió con sorna y perversión. ¿Por qué diablos había hablado con Marcel sobre Dion? Desde su llegada, Tylou y él no habían dejado de lanzar pullitas y mencionarlo cada vez que tenían ocasión.
   Y, claro, toda esta situación había llegado a oídos de mis tíos y abuelos franceses, quienes tampoco perdieron la oportunidad de hacer preguntas al respecto. Que si era guapo, que si era responsable –pregunta que mi madre se había tomado la molestia de responder sin siquiera mirarme–, que si era mayor que yo, que si era inteligente… No lo sé. Infinidad de cuestiones que chamuscaron mi cerebro y me dejaron inactivo durante una tarde entera.
   Si hubiera tenido un botón de retroceso, lo habría pulsado para viajar al momento en que decidí hablar con Ten, mis padres y Marcel sobre el cascarrabias.
   No.
   Si hubiera tenido un botón de retroceso, habría evitado el encuentro con el cascarrabias perdiendo a propósito el autobús aquel día. 

   —Eso ha dolido, Sai —se quejó mi primo, llevándose las manos a la zona golpeada.
   —Te pasa por entrometido —le dije. Volví a meter el aparato en el bolsillo trasero de mi pantalón y cogí el mando de nuevo para darle al play.

   Se tiró a mi lado en el sofá y noté su mirada clavada en mi rostro.

   —¿Qué te pasa? —gruñí.
   —¿No te parece que Dion es un poco Calamardo? —me preguntó.

   Ten no pudo reprimir una carcajada. Abrí la boca en forma de “o” y giré la cabeza lentamente para contemplar a mi primo como si fuera un geniecillo. Sabía que aún estaba molesto porque Dion no había dicho bien su nombre, pero eso no me lo esperaba.

   —Esa no la he visto venir —me asombré y él me guiñó el ojo.
   —Eres mi héroe, Marcel —añadió Tylou.

Simon diceDove le storie prendono vita. Scoprilo ora