Capítulo XLII

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Simon

—¿Y cuándo se lo vas a devolver? —me preguntó Neri tras darle un sorbo al cappuccino con nata que había pedido. Su labio superior se manchó, formando un bigote de crema blanca, y tuvo que relamerlo para limpiarlo.

   Estábamos de nuevo en la cafetería que habíamos descubierto hacía un tiempo, esa en la que la decoración estaba hecha con materiales reciclados y de segunda mano. Las flores parecían resplandecer con el brillo de las lámparas que colgaban del techo. Realmente era un refugio magnífico; un lugar en el que sentirte arropado cuando toda tu mente se está desmoronando. Habíamos ido un par de veces más desde aquella primera vez, y ahora ya sabía el nombre del local: Hanagasumi (nube de flores). Supuse, por aquel mote y por las bebidas y manjares que servían, que los dueños se habían inspirado en las cafeterías japonesas. Era como estar en casa.

   —¿Tengo que hacerlo? —devolví la pregunta mientras removía con la cuchara el chocolate caliente que tenía frente a mí.

   Kéven agarró una pasta del surtido de galletas que nos habían puesto con las bebidas y se la llevó a la boca a la par que asentía con la cabeza.

   —Tienes que hacerlo.
   —No hables con la boca llena, marrano —le regañó Neri, sacando de nuevo su lado maternal. En serio, esa chica parecía la madre adolescente de un par de hijos adolescentes: Kéven y yo mismo—. Pero, Sai, tiene razón. No puedes evitarlo siempre.

   Arqueé ambas cejas.

   —Ah, ¿no? Pues creía que tú estabas en contra de todo lo que estuviera relacionado con él. —Me crucé de brazos.

   Ella suspiró.

   —No estaba en contra. Solo te pedí que tuvieras cuidado con él. No es el típico chico que se ríe con cada broma, ayuda al que lo necesita y hace amigos por doquier —me corrigió. Agarró una galleta cubierta de chocolate y la hundió en su café.
   —Tampoco es el típico chico malo con tatuajes por todo el cuerpo, una peligrosa y enorme moto, y una chupa de cuero negra —respondí—. Creo que es un punto muerto. Un término medio entre ambas cosas. Si no, ¿por qué me daría su paraguas?
   —Porque, aunque lo parezca, no es tan cabrón —dijo Kéven—. Por cierto, he oído por ahí que tiene tatuado un corazón en la nalga del culo. ¿Tú sabes algo?

   Abrí los ojos de par en par.

   —¡Kéven! —le reprendió la morena.

   El susodicho levantó las manos en señal de paz.

   —Era broma, era broma —se excusó—. Por favor, parece que no me conoces en absoluto, amor.
   —Vuelve a llamarme así y te retuerzo los pezones —lo acusó Neri, señalándolo con la cucharilla del café.

   Me carcajeé al escucharlos pelear, parecían un matrimonio en crisis constante. La verdad es que era muy divertido pasar tiempo con esos dos chicos: cada día me sorprendían con diferentes peripecias. Tuve mucha suerte de cruzarme con ellos el primer día de curso y, sobre todo, tuve mucha suerte de que estrecháramos lazos tan rápidamente.
   Es algo que, en cierto modo, debía agradecer a Dion. Porque puede que de no haberme asustado por su presencia en los pasillos y haber salido corriendo –por aquel entonces yo pensaba que era el chico del autobús–, no me habría chocado con ellos dos. Y, definitivamente, no les habría contado lo del beso.

   —¿Y si se lo doy a Waldo? —se me ocurrió de pronto—. No tengo problema alguno con hablarle a él.

   Neri me lanzó una mirada escudriñadora.

   —Es una opción —afirmó--. Aunque siempre anda pegado a Dion. Va a ser difícil encontrarlo a solas.

   Me encogí de hombros.

Simon diceWhere stories live. Discover now